A mi yayo, dondequiera que esté.



¿Pudiste ver el cielo finalmente?
Antes de todo, después ya sé que no.
¿Pudiste escapar del esterilizado agujero,
evadirte siquiera, contemplar el dolor
como un estímulo pasajero del tiempo?
Escupirle al condenado silencio muerto,
llorar tu ausencia y tu inocencia,
mentirte un segundo, procurar tu felicidad.
¿Pudiste ser la llama fugitiva de un fuego
frío e inerte en tu pecho, pero aún vivo en mi recuerdo?

¿Y olvidar los grilletes que ataron tu cuerpo.
Sentir el tibio calor de la noche,
destrozar el miedo en una sonrisa crispada,
golpear tu oscuridad hasta hacerla sombra,
ser, en tu vigilia, el hombre al que quise?

Prométeme que lo hiciste.
Que el metal frío no perforó tu vientre y tu risa,
no despertó la inquietud de la muerte en tus últimos días,
no te hirió tan hondo que fuiste incapaz de contemplar
tu estela, tan brillante y extensa como la vida.
Como tu vida, derramándose lánguida en una cama de hielo,
en una habitación sin cuadros ni flores,
sobre tu llanto y tus desgarrados ojos,
tus ojos cansados y tu corazón más cansado aún,
gastado de amar tan profundamente a unos ciegos que, a veces,
pretenden creer que te han olvidado.