El hábito (XV)
El jardinero iba y venía cortando el amplio jardín ubicado en la parte posterior del convento, sumido en sus pensamientos:
“La verdad, no me laten las cosas que están pasando... ¿Cómo va a estar bien lo que hacen con esas criaturas, tenerlas encerradas como animales, pos... ¡¿cómo?! Estoy aquí no sólo por la méndiga necesidad del trabajo sino porque creo en Dios y de algún modo quiero estar cerca de Él, pero esto no me parece. Hay cosas que no van para la casa de Dios y ora esos señores que se llevan a las criaturas. ¿Cómo va a estar bien eso? ¿Quién sabe qué cosas les han de hacer a las criaturas?
-¡Don Abundio! -gritó la madre superiora-. Necesito que vaya a hacerme un mandado. Aquí le apunté unas cosas, ¡vaya y tráigamelas!
-Sí, madrecita, orita mismo voy...
“Otra destanteada. ¿Pos no acaban de llegar del mandado en la camioneta? ¿Será por olvidadizas o porque, como otras veces, cuando me distraen, es porque ahí afuera está la troca de esos pelaos mal encaraos, que vienen y luego hasta se llevan a los niños... qué casualidad. ‘Piensa mal y acertarás’... Ahí está la camioneta y los tipos esos con cara de matones”.
-Buenas tardes -saludaron los de la camioneta, que tenían la cabeza recargada en el respaldo de los asientos.
-Buenas tardes -contestó don Abundio, inclinando ligeramente la cabeza.
“Perdona, Diosito, pero estos hombres me dan mala espina... ¿Qué negocios tienen con el padrecito y las monjitas? ¿En qué andarán? ¿Qué enredo es este...? ¡Ya, Abundio, déjate de tarugadas y métete en tus asuntos! Ni modo... no conseguí todos los encargos que me pidió la madrecita. A ver si no se encanija, pero qué cosas tan raras: ¿focos?, estoy seguro de que hay suficientes en el almacén. A mí se me hace que nomás me quería sacar de aquí, y ahí está la camioneta todavía...”.
-¡Cálmese, escuincle! -gritaba uno de los sujetos, mientras cargaba como a un bulto a uno de los niños, que pataleaba intentando soltarse.
Para desgracia de don Abundio, esa fue la última imagen que percibió del mundo.
Sintió un fuerte golpe en la base de la nuca y, como si una descarga eléctrica le hubiera atravesado el cuerpo, con ella vino una sensación de hundimiento y el silencio y la oscuridad total que lo convirtieron en un muñeco de trapo, que caía en el abismo profundo de la nada.
Después de un largo silencio, todavía sintió su cuerpo arrastrarse por el pasto recién podado unas horas antes por él mismo y, en las últimas sensaciones que percibió con los resquicios de vida que salían aún de él, entró por la boca del pozo, recorrió su profundidad y entró finalmente en contacto con el agua.
Después, el silencio perpetuo...
Continuara... |