Salí de mi casa. Esta vez no comprobé si alguna luz quedaba encendida, o si había cerrado con llave.
Pasé por delante del quiosco donde habitualmente compraba el periódico. El quiosquero me saludo, pero no le devolví el saludo. Ni siquiera lo miré.
Iba caminando, en continuo descenso, por las calles estrechas que tantas veces he recorrido. Miraba con melancolía ciertas caras conocidas. Te saludan, les devuelves el saludo, pero realmente no sabes nada de ellas, ni tampoco te preocupa. Para mí, hoy, no existían.
Los edificios, monumentos, plazas, que iba dejando a mi paso, y por las que tantas veces transité, ya no significaban nada para mí.
Llegué a mi destino. Allí habría de acabar todo. El final del camino.
El embarcadero, siempre abierto, luminoso, y a veces lleno de niños jugando, se me antojaba apagado y oscuro, triste.
Me acerqué a la orilla. No había nadie. Si hubiera sido así, tampoco me habría importado. El cenagoso río me esperaba.
Saqué del bolsillo trasero de mi pantalón vaquero, una caja con mechones de pelo. Las lágrimas surcaban mis mejillas. Cerré los ojos, apreté la caja contra mi pecho, y cuando me disponía a arrojarme a las aguas…
… Alguien tiró de la pernera de mi pantalón, enérgicamente.
Aún con las lágrimas aflorando, interrumpido, sorprendido y asustado, me di la vuelta
Era una niña. Una preciosa niña. No tendría más de 5 años. Era morena, con el pelo muy rizado, y una mirada y una sonrisa angelical.
Señor, Señor – me dijo -. ¿Me ayuda a echar pan a los patos? Es que está muy duro y no puedo partirlo. Por favor, Señor.
Me acuclillé delante de ella y la pregunté, ¿Y tu de donde sales pequeña? ¿Qué haces aquí sola? Este sitio es peligroso, te puedes caer al río.
Se limitó a sonreir y a acercarme el trozo de pan duro que llevaba en la mano.
La cogí de la mano, nos sentamos en la escalera del embarcadero, y dimos de comer a los patos.
¿Por qué está tan triste Señor? – me preguntó -.
No sabía que responder, así que eso hice.
Así pasó bastante tiempo, sin que ninguno de los dos dijéramos nada. Yo con la mirada perdida, y ella a mi lado, tirando pedazos de pan a los patos.
Hasta que la niña se puso en pié y me preguntó: Señor, ¿me acompaña a mi casa?.
Y fui con ella, de la mano, dejando que dirigiera mis pasos.
No caminamos mucho. A unos 15 minutos andando, había unas ruinas de una antigua Iglesia, de la que no quedaba más que un muro y un par de arcos. Más de una vez había visitado esas ruinas. Tenían un aire señorial pese a la destrucción del paso del tiempo y el olvido de los hombres.
Aquí es, Señor. Gracias por traerme –dijo la niña, señalando la Iglesia-
Ahí no puede vivir nadie, pequeña. Es sólo una iglesia derruida.
Ella negó con la cabeza, y quedó un rato en silencio, mirando las ruinas. Musitó algo, como una vieja letanía que me pareció reconocer, y me preguntó:
- ¿Me promete una cosa, Señor?.
- Dime, pequeña.
- No nade en el río, por favor.
Se despidió con un movimiento de su pequeña mano, se encamino hacia las ruinas de la Iglesia, y desapareció.
Y allí, en el lugar donde se había desvanecido, recogí una fotografía, en blanco y negro, amarillenta y ajada por los años.
En ella aparecía mi mujer, guiñando un ojo, mi hija, lanzando un beso… y la pequeña, por detrás de ellas, posando sus manos cariñosamente en sus hombros, y sonriendo…
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