Pequeña historia de impresiones
En cuanto se instaló, ocupando más espacio que el de su desplazada antecesora, ya me dio el primer disgusto y comencé a verla con malos ojos, ésto dicho en sentido figurado, ya que no me quejo de los míos.
No me llevo bien con la soberbia, y su presencia la irradiaba claramente, por lo menos desde mi perspectiva, condicionada -lo reconozco- por preconceptos nacidos en mi interior al calor de aquella sensación liminar.
Hasta llegué a hacer pensar que pudiera ser argentina, pese a constarme su origen chino. Eso, desde luego, porque a los gauchos y chinas del Cono Sur nos han hecho tanta fama de soberbios como para que hasta nosotros nos lo hayamos creído.
Pero no estoy aquí para hacer sociología barata, sino para hablar de la intrusa.
“¿Intrusa? Si vos me buscaste cuando la otra te dejó”, me replicó cuando la llamé así por primera vez.
Le expliqué (no sin pedir disculpas por el exabrupto) que no me gustaba que la llamara “la otra”, lo que me sonaba despectivo; que era cruel al decir que me había dejado, considerando que su vida se había apagado y, para que quedara bien claro, que de HP (la llamaré así) guardaba impresiones imborrables.
“Por supuesto que te las habrá dejado, si otra cosa no sabía hacer”, replicó, cruel.
Alegué que en todo caso lo hacía muy bien y ella (atlética) retrucó comparando velocidades, lo cual no tuve más remedio que reconocer.
Como ya habrán comprendido, quería honrar la memoria de HP, pero no lograba articular una defensa razonable ante los eficaces argumentos de HP, porque la nueva moradora de mi hogar también respondía a esas mismas iniciales. Casualidades de la vida.
Un día, molesto por mi propia torpeza argumental, decidí ir a fondo, a probarla, con un pensamiento fijo en mi mente: en la cancha se ven los pingos.
No quiero ser burdo en el relato, pero digamos que abrió todo lo que había que abrir, me hizo tocar todo lo que había para tocar (no era poco), y me hizo cubrir una de sus partes con siete velos blancos.
Y entonces sucedió: en vertiginosa sucesión demostró que también podía crearme impresiones (dos velos); escanear imágenes y textos (otros dos) y hacer copias en color y blanco y negro (los tres restantes)
Definitivamente derrotado, tomé entre mis brazos a HP (la sencilla, la que yo quería y me había dejado tantas impresiones) y dispuse de sus restos, con los ojos nublados por las lágrimas.
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