Un roce con...
En una noche fría con viento, iluminada por la luz de luna llena, en un monte de algún pueblo, un
hombre de piel curtida y callos en dedos y manos, después de bajarse del autobús y de camino a
casa sintió el roce de su hombro con el hombro de una joven. La joven como disfrazada, con un
vestido largo de color blanco que lucía elegante. El hombre se disculpó, de inmediato se dio
cuenta que a pesar del giro de su cintura, no pudo evitar el roce de los hombros. Entre el borboteo
de las ramas de los árboles y con el polvo del viento sobre su cara, distinguió de reojo en la calle
de tierra solitaria, que el roce fue una insinuación. El hombre volteó, vislumbró entre la neblina de
polvo una figura muy femenina que le daba la espalda, mientras el telón de polvo descendía
resaltaron las sutiles curvas debajo del elegante vestido –sin embargo el hombre se sentía
cansado, el dolor en las piernas casi hizo ignorar a la joven, sabía que estaba cerca la buena
temporada y tenia jornadas de trabajo extraordinarias–. La joven, ahora de frente, en la claridad
de la noche alzó su brazo derecho a la altura del hombro, flexionó el codo y en silencio su largo
dedo índice le dijo ven… ven. El hombre inmóvil la miró absorto un instante. El cuerpo de la
joven delgado y rebosante a la vez, de piel clara y frágil como estatua de yeso, el pelo rizado
descansando sobre los hombros, que tapaba la mitad del rostro de facciones finas, labios rosados
y con mirada perentoria –concéntricamente todas las cosas a su alrededor, como si tuvieran
conciencia fijaron su atención, como aguja de brújula, hacia la joven; el hombre dedujo que no era
del pueblo, no era de este mundo, se talló los ojos y sacudió la cabeza queriendo despertar–. El
torso de la joven se equilibraba en su cintura diminuta, mientras que cintura y brazo izquierdo se
apoyaban en la curva de su cadera, y esta última, suspendida por la falda de su vestido –el
instante parecía eterno–. Al tiempo que el hombre se sintió descansar extasiado entre el pecho
acogedor y los brazos tersos, largos y abrazadores; disintió. El cansancio lo rebosó y todas las casas
regresaron a su normal realidad; sintió nuevamente sus pies cansados apoyados sobre la calle de
tierra, el sonido del viento y el polvo sobre su cara. A su edad ya no había nada que probar, esta
noche quería descansar, recuperar fuerzas para el día siguiente, solo eso. Dio media vuelta,
continuó caminando en la misma dirección acompañado de su cansancio.
Al otro día por la mañana, el hombre se despertó con mucha energía para ir de nuevo a trabajar.
Resonó en todo el pueblo el repique de las campanas, distinguió que era el repique de difunto. Lo
primero que hizo fue dar gracias a Dios por un día más y saludar inusualmente con un beso en la
mejilla a su esposa e hija –la hija que prometió nunca dejarlos–. De inmediato recordó, en un
instante brevísimo a la joven de la noche anterior, y con una sonrisa nerviosa salió de su boca una
palabra prófuga, con dedicatoria al hoy occiso: Pendejo. |