Estaba enceguecido cuando vio su auto destartalado por el impacto de una granada, poniéndose con un humor de los mil demonios y denotando un rostro de fiera herida. Era obra del “erizo” sin ninguna duda, ese caco desgraciado de pelo hirsuto con el que compartió la misma celda en el pabellón de los “faites” más peligrosos.
Es verdad que no cumplió con la dicotomía acordada, es decir dividirse el botín del asalto en partes iguales, pero valgan verdades el que realizó el trabajo era ese pechito y esa tutuma inteligente que llevaba encima de los hombros, única herencia de su viejo que se jactaba de haber escapado como una burbuja de las cárceles de mayor seguridad.
Desde que hizo su aparición el malhechor de sus antiguas andanzas, le cambió la vida. Aunque reconocía que utilizó el billete del atraco en un inicio, ahora en esa ciudad que lo acogió y que nada sabían de su pasado, era un prospero empresario. Las amenazas y mensajes a su celular eran cosa de todos los días.
No exigía dinero, que podía habérselo dado y con creces. El “erizo” juraba que no estaría contento y satisfecho hasta verlo colgado de la durmiente de algún edificio.
Una semana después, en un pequeño espacio de policiales el diario informaba sobre el suicidio del empresario, sin sospechar que un alborozado matón de erizado cabello que cumplió con el ajuste de cuentas, mostraba al leer la noticia una sonrisa siniestra...