Me levanté temprano para ser un viernes santo, no eran las nueve
todavía pero debía terminar ese paper que tanto tiempo llevaba
demorado. Era una mañana gris, melancólica, como las suele haber en
los otoños porteños, pero acentuada por este fin de semana largo que
había dejado la ciudad totalmente desierta. Tanto cemento, edifico,
departamentos, pero a su vez tanto silencio, ni un movimiento en las
veredas ni en los departamentos vecinos, me daban ganas de abrir la
ventana y gritar, lo que sea, pero gritar bien fuerte. Evidentemente
estaba en un día sensible, esa paz que otros días me traía bienestar y
que me hacía buscarla frecuentemente, hoy me oprimía y me generaba
mayor desesperación que estar aplastado por una multitud en medio de
un recital. Pero no hay que echarle la culpa al silencio, el solo nos
hace notar que estamos mi interior y yo, y nadie más. Y es ese
interior el que nos oprime, que recién ahora lo escuchamos gracias a
ese aturdidor silencio (si es que eso es posible). Decidí salir a
caminar por las calles de mi barrio, era una forma de alivianar ese
peso que sentía sobre las espaldas.
Me puse unos pantalones cómodos, un buzo, y bajé desde este octavo
piso en el que escribo hoy. Agarré cochabamba y empecé a caminar, sin
saber hacia donde. El otoño en buenos aires es hermoso. El cielo gris,
los árboles que amarillean, algunos que se pelan, las mañanas son más
silenciosas, y todo eso le da más fuerza a los empedrados y las casas
viejas de boedo, a toda esa nostalgia que se respira en el barrio.
Pero nostalgia de la linda, no la de la mentira que todo pasado fue
mejor. Hay días de otoño que son ese tema suave de nuestra banda
favorita que nos pone los sentidos a flor de piel, que nos emociona y
ablanda hasta los huesos más duros de nuestro cuerpo. Y así estaba yo,
hecho una babosa invertebrada de tan blandito que me había dejado esa
mañana. Después de un verano perturbador sentimentalmente, en el que
todo el pesimismo que no había tenido durante mi vida se concentró en
un lapso de algunas semanas, había temas que no podía sacar de mi
cabeza. Preguntas sin respuestas revoloteaban sobre mi, ¿Valía la pena
apostar al amor? ¿Acaso después de tiempos gloriosos, felices,
intensos, no venían tiempos de una oscura y deprimente decadencia?
¿Valía la pena subir tan alto para terminar enterrado en el más
profundo de los infiernos? Mientras las casas quedaban atrás una por
una. Doble a la derecha en quintino, para ir hacia el sur, internarme
en el corazón de boedo, y tal vez llegar hasta pompeya. Crucé por
debajo de la autopista, donde un viejo hombre hacía un fueguito dentro
de un tacho de lata, y ponía una pava sobre el mismo. Era inevtiable
preguntarse en que pensaría ese hombre, que se sentiría dormir sobre
una pila de cartones, y pasar los días a mate y vino para lucha
contrar el frío, contra el hambre y sobre todo contra la soledad. Si a
mi este día me había puesto sensible por su gris silencio, que le
pasaría a alguién por su interior cuando hasta el ruido es silencio,
cuando hasta cientos de personas cruzandolo a diario es soledad. Seguí
caminando con esa mugrosa sensación de que no tenía derecho a sentirme
mal, pero eso era algo inevitable, y al contrario de lo que parece es
uno de los pocos actos de justicia de la vida. El sentirse mal con uno
mismo, el sufrir el amor, el no entender el sentido de nada de lo que
hacemos, es algo que nos toca a todos por igual, más allá de como
vivamos, que comamos o vistamos.
El viejito quedó atras y yo seguía con mi paso contemplativo
acercándome a garay. Tres chicos de entre 8 y 10 años jugaban con una
pelota en la calle. Reían, se gritaban goles, y relataban sus jugadas
llamándose como su jugador favorito. Eso que dicen que ya no se ve,
pero todavía quedan rincones donde los chicos se adueñan de la calle
como en otras épocas, donde se rompen vidrios vecinos de un pelotazo y
cada uno corre hacia su casa para decirle a la vieja que se volvió
porque ya se aburrió de jugar. Como se puede ser pesimista después de
ver la alegría de esos chicos jugando al fútbol?
Las cuadras fueron pasando y mi pesimismo fue bajando, después de todo
que era lo que me atormentaba? Saber que todo mi malestar podría haber
sido evitado por una simple decisión mía? No y no! Lo que había hecho
era actuar como estoy convencido que debía hacerlo, nunca le daría la
razón a todos esos idiotas que les gusta ser dueños de la libertad de
su pareja. Es que ahí está la razón de los miedos y los deseos a los
que la libertad es sometida. Ese libre albedrío nos puede llevar a
vivir experiencias únicas, romper barreras creadas por nuestros miedos
y conservadurismo, hacer lo que realmente se nos canta pareciera ser
algo a lo que uno nunca debiera renunciar. Vi un cafecito abierto
sobre chiclana y me metí, un par de viejos discutían de fútbol
mientras se tomaban un café. En una esquina, solo, un hombre se tomaba
un vino con soda, con la mirada perdida en el vacío. Me hizo sentir
acompañado en este día introspectivo, pero en sus ojos se veía una
abstracción mucho más profunda, un sufrimiento de años sin descanzo.
Me dio pena, y no solo por él, sino por todas esas personas que todos
los días, en cada café y bar de buenos aires, deciden sufrir solos con
su historia, su pasado, su pálido presente y oscuro futuro.
Mientras me tomaba un cortado con un tostado y miraba hacia afuera por
la ventana, pensaba nuevamente en esa libertad que siempre defendí en
las relaciones. Pero esa libertad a veces choca contra el amor, y ya
no hay raciocino que valga, nos deja parados ante un escenario
demasiado complejo. El paraíso de la libertad puede llevar a
pesadillas interminables. Todo lo hermoso que se ha construido con el
más intenso de los amores posibles puede derrumbarse por algunos pasos
falsos de nuestro libre albedrío, el propio y el ajeno. La total
libertad tiene ese vértigo, decidir besar a alguien en una carpa bajo
una noche de verano puede abrir la puerta a una historia de
sentimiento e intensidad para algunos, y de pesadillas, oscuridad,
tinieblas y torturas para otros. Todo está pendiente de un hilo, que
aunque parezca firme como un cable de acero, hace falta solo una
decisión para que se corte, se rompa y caigamos a un abismo impensado
en esos momentos que creíamos estar unidos por cables de acero.
Llamé al mozo, y le pagué, ya era hora de ir volviendo. Ahora el sol
asomaba entre dos grandes nubes, y la temperatura era más agrdable.
Decidí agarrar 33 orientales, de las casas ya salían ricos aromas a
comida. Sentí olorcito a salsa casera, y me dieron ganas de preparar
unos ravioles con slasa. Tomate, cebolla, ajo, albahaca y aceite de
olvia, eso si que es amor eterno, el haber nacido el uno para el otro.
La panza me hizo un ruido crujiente, un largo quejido agonizante. Pero
mi estómago también tenía otros dilemas. Se bancaba ese vértigo que
implica el libre albedrío? O había que ponerle paredes y límites a
nuestra libertad para no sentir ese vacío en la panza? Siempre defendí
la libertad en las decisiones personales, y así he podido disfrutar de
algunas y cargar la cruz por otras mal tomadas. Este verano me llegó
uno de los sufrimientos más grande que he tenido(que por suerte han
sido muy pocos) y que todavía acecha en noches de soledad, como
consecunecia de ese libre albedrío. Y ahí es cuando nuestro modelo de
libertad absoluta tiembla ante la potencia de daño de decisiones
propias y ajenas. Dilemas de la vida, que hacemos? Lo que sentimos y
tenemos ganas de hacer? O pensamos demasiado las consecuencias y no
hacemos nada? Tal vez haya un punto medio, donde hacemos lo que
tenemos ganas de hacer, pero nos quedamos en estado de alerta para no
caer en consecuencias irremediables.
Por hoy era demasiada reflexión, me sentía más tranquilo y con mayor
aplomo. Casi todo es potencialmente pasajero, como la tristeza o la
alegría, como este día gris o el sufrimiento. Y a pesar de lo efímero
de todo, seguiré apostando a este amor eterno que siento, sin importar
su futuro. Si será un eterno recuerdo, o un eterno presente, solo el
timpo lo dirá. Pero no queda otra que apostar a esas cosas que valen
la pena en la vida, a la amistad, a amar, a compartir. Busqué una
rotisería y compre dos porciones de ravioles. Volví debajo de la
autopista, llegué al lado del viejo, me senté sobre uno de sus cajones
de madera, y saqué la comida. Comimos casi sin cruzar palabras, solo
se que se llamá Horacio y está en ese rincón desde hace 8 años. Cuando
me iba, nos despedimos y nos dimos las gracias mutuamente sin saber
exactamente que era lo que nos agradecíamos. |