Era uno de esos días bonitos, luminosos, radiantes y todo eso, con nubes blancas y redondas, como ovejas pastando rayos solares en medio de ese cielo celeste intenso.
Yo conversaba con María sobre algún tema profundo. Siempre terminábamos ahondando en reflexiones y perspectivas múltiples que finalmente desembocaban en lo mal que estaba el mundo y en los pocos que se salvarían cuando llegase el día del juicio final. Junto con todo ese cuento del Armagedón y los elegidos. María es Testigo de Jehová.
Yo no podía quitar la vista de María, lo hacía fijamente, directo a sus ojos cuando hablábamos, furtivamente, cuando varios metros nos separaban. Ella era tan distinta a mí, un enigma de mujer que a sus treinta y nueve años probablemente seguía siendo virgen. Y yo de treinta y uno, con sangre en las venas, con semen rebosando por los poros y con más de un año y medio sin pegarme una buena cacha.
Y ella tan fiel a sus principios bíblicos. Hasta vestía como una señora de sesenta, con esos beatles y chalecos de rombos, con esas faldas largas que le llegaban más abajo de las rodillas. Siempre con ese lindo cabello rubio sujeto a su cabeza, con ese moño de vieja como el de una paca. Y yo tan destartalado, con esas chaquetas de cuero medio punkies, con esos blue jeans a mitad del trasero y mis parchecitos de “Thundercat” y “Robotech” ostentándolos como verdaderos emblemas, compartiendo animés con pendejas y mostrándole mis rollos depresivos al compás de Joy Division.
Y su hijita adoptiva, la dulce “Lily” que te robaba el corazón, una perrita maltés, chiquita, bebita, entrañable. Mimada como una niña humana, vestida todo el tiempo con capitas y zapatitos de colores diversos. Yo también la hice mi hija, también la adoré, tanto como un padre improvisado puede hacerlo, tanto como un solterón ama a sus gatos en el trance de la cesantía.
Yo de seguro que podría haber amado a María. Dejar a un lado esa mezcla de agnosticismo y ateísmo comunista para volverme cristiano y honrar su nombre como a la madre de Cristo. Por ella habría ido muy lejos, los sentimientos y esas múltiples sensaciones en el pecho son así, a pesar de todos los peros e incongruencias, a pesar de su senda celestial y mi sinuoso camino hacia el abismo.
El fucking puto love y todos sus re jodidos matices. María no era tan bonita, pero inteligente y de cuerpo firme como el de una veinteañera, sin descartar esos pezones como toperoles que se dejaban traslucir pese a su caparazón de monja bendita.
Derrame quintales de baba y una que otra cosa cada noche al contemplarla, al observarla como una estrella inalcanzable, como a esa suerte de arcángel comandante celestial inasequible, donde yo no seré más que uno de esos tantos soldados rasos, un simple ángel caído más cuando esté al frente de sus tropas, dispuesta a destrozar mi columna de oscura infantería en ese mítico y eventual Armagedón.
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