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EL HIJO DEL ENCOMENDERO
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(Estampa Colonial - siglo XVII
Provincia del Tucumán)


1 — RETORNO del ENCOMENDERO

Se extendieron sobre las mesas los manteles de ñandutí. La mesa de los mayores y la mesa de las niñas. El lino bordado en Trinidad, la esplendorosa ciudad guaranítica, decoraba el comedor con su aroma a selva y distancia de armoniosos colores. Estas galas compradas en Charcas por el dueño de casa eran un signo claro de su retorno al Tucumán, luego de meses de ausencia. Las niñas eligieron el mantel más colorido y Doña Adelina el tono pálido.

Afuera los mulatos angola de la Merced descargaban sin pausa, numerosos arcones de las carretas que trajeran de retorno al señor Encomendero. Y como un prodigioso tesoro iban apareciendo ornatos, vajillas y cubiertos del argénteo metal potosino. También sedas orientales y tapices cuzqueños. Algunos que permanecerían en esa familia y otros muchos destinados al comercio.

Para la menor de las niñas —Rufina— tratábase de sinnúmeros juguetes procedentes del Alto Perú, con los cuales habría de solazar su infancia inacabable. Pues era ella, la mascota de todas las otras. Las niñas mayores adornábanse con sedas de Manila que aún no tenían forma en medio de gran algarabía, desordenando el contenido de los arcones.

Pero Clemencia, la mulata vieja y haya de todas ellas además de ama de llaves, íbales quitando con muchas protestas y habitual disgusto, cada una de las floridas sedas ... algunas veces a zamarreos. Nadie en la Merced se hallaba en calma con el arribo del dueño de casa y sus caravaneros, pero Clemencia aquel día exhibía peor carácter que nunca.

2 — EL ROSARIO

A la distancia el imponente escenario de la Sierra Grande, decorando al Valle de Punilla, colocaba un manto de severidad. Llegaría el silencio de la tarde y con él como siempre, el rosario de la Oración. La peonada mestiza fue desmontando de sus pingos y acercándose a la gran galería para compartir aquel momento de recogimiento (luego de haber guardado el ganado) junto a los dueños de casa. Con el rosario en mano el Encomendero dirigió el responso, sintiéndose todos los presentes con una sensación de alivio, de tranquila protección, al ver de nuevo en su regreso al patrón de la Merced. Igual a los niños cuando al anochecer retorna a casa su papá.

Los rayos de Inti dejaban entrever sus últimas claridades detrás de los macizos rocosos. Doña Adelina reunió a su familia junto al padre, pero las niñas aún manteníanse inquietas. Clemencia repetía con voz ronca y apresurada las Avemarías de turno. Se retiró primero de todas y las ordenó acostarse a viva voz. Las niñas preocupadas ante su enojo y por las dudas, a fin de no pasar a mayores y esperando que el carácter de la vieja mulata mejorara al día siguiente, decidieron no protestar. Rufina ya estaba dormida después de haber jugado el día entero.

La sierra helaba el escenario nocturno. Los grillos cantaban tímidamente. Las carretas descansaban por fin para largos meses. El Gran Mercado de Charcas habíalas sobrecargado demasiado dejando el maderamen extenuado. La Merced, su frescor y su paisaje, darían a los caravaneros el descanso adecuado. Las carretas caían así en el letargo de un sueño reparador.

Junto a ellas, un niño con un cuarto de mestizo y preadolescente, refugiábase detrás de sus enormes ruedas, añorando el lugar distante de la Posta junto a la Salina Grande, de donde él procediera. Pero dos mulatos que portaban una lámpara lograron descubrirlo. Venían buscándolo desde el mediodía, con el arribo de la caravana, habiéndoseles escondido hasta ese momento.

Clemencia lo observó con ira. Le pegó en la cabeza cuando pasó a su lado, y dio orden de bañarlo.

3 — EL CHANGUITO

A la mañana siguiente habíanlo vestido y perfumado. El agua de vertiente serrana y los aceites resaltaron en él, una piel mucho más blanca de la que trajese. Las uñas lucieron limpias y cortadas. No levantaba su vista, sin embargo cuando Don Anselmo de lo ordenó, dejó ver para sorpresa de todos unos ojos celeste cielo tan claros como los de Rufina.

Pero Clemencia iba a seguir tratándolo con malos modos. Mientras que Doña Adelina lo observaba con inquietud y algo de resignación. Al verle bajar nuevamente la cabeza levantaría su mentón con el rostro vuelto hacia ella, mediante su mano elegante y maternal... Y el changuito la miró angustiado.

—He hablado con el Prior de la Compañía y comenzará sus clases dentro de un mes en el internado cordobés. Habrá que confeccionarle una toga de estudiante— comentóle Don Anselmo a su esposa
—Pasará del campo a la escuela humanista, de un extremo al otro ¿Lo resistirá?— respondióle ella
—Dos extremos completos. Pero es inteligente, lo he comprobado, y se habituará— confirmóle el Encomendero
—Pasará a ser de hijo de nadie a hijo de don Anselmo, con un gran mayorazgo en la Sierra Grande— comentó resignada Doña Adelina
—Lo marca la ley o el hábito establecido en este Virreinato del Perú. Luego de doce años y seis hijas, no hemos logrado un heredero varón y podemos perder la Merced. El Tucumán es tierra para hombres muy duros. Y los viajes al Alto Perú, a la ciudad imperial de Potosí, a la Real Audiencia y al gran Mercado de Charcas, exigen esfuerzos viriles. Son tres meses de travesía con las carretas cargadas de ida y vuelta. No podemos optar, pues debo mostrar muy pronto al heredero. No es un heredero común, es el de una Merced Real, soy un Encomendero de la corona y me debo a ella.
—Fui consciente de ello desde el principio, pues yo no pude darte un heredero varón— respondióle triste la esposa
—Rufina, la más pequeña de las niñas, casi nos costó tu vida. No debemos correr más riesgos. Eres muy valiosa para mí, y muy importante para dirigir la Merced en mi ausencia.
—No me falta vigor dentro de ella, también yo soy hija de Encomenderos. Acepto, él será tu heredero varón y lo aprobará el Virrey. Pero antes deberá aprender el uso de un mejor vocabulario, su lenguaje campesino es muy notorio.
—Lo cambiará, conozco a los jesuitas. Te asombrará su cambio de lenguaje. Preservará el apellido familiar y velará por sus seis hermanas. Las casará y las dotará, o las llevará al convento. Cuidará de nuestra vejez, retomará el rumbo comercial hacia el Alto Perú, hará producir la Merced... y muy probablemente protegerá tu viudez ...¡Míralo!... Ahora es tu hijo varón tanto como mío. Su bastardía quedará en el olvido.

Pero Clemencia lo seguía observando con repulsión. Estaba dispuesta a tiranizarlo como al resto de las niñas pero aún más, puesto que según veía la mulata, este “guachito” se interponía entre las niñas y Don Anselmo. Luego preguntó a voz en cuello, casi gritando:

—¿Y está acaso bautizado este salvaje?

4 — EL “GUACHITO”

Los ojos carbónicos de la vieja mulata miraban con estupor al changuito arrancado de los churquis, cuyos ojos azul cielo no la conquistaban. Su bastardía iba a causarle una emoción desafortunada.

Para Clemencia este changuito era simplemente un “Guacho” o sea un hijo de mujer liviana sin padre conocido. La vieja mulata angola, que estaba muy orgullosa de su papel en aquella familia, no lo admitiría de ninguna manera y por mucho tiempo, como a un hijo de Don Anselmo. ¡Y mucho menos que ella lo debiera atender y servir! Más aún, cuando su lenguaje campesino delataba en él falta de educación. Este changuito recién arrancado de los churquis estaba carente de los derechos que ella sí ostentaba, en cambio, al haber llegado a la vida en esta misma tierra serrana, que ahora el “guachito” osaba pisar como propia.

Pero el bastardo de Don Anselmo nada de esto comprendía. Su temor era otro. Era el temor a los desconocido y al abismo de los inesperado. Y por cierto que la agresividad de Clemencia hacíalo sentir muy inseguro, de modo que buscó refugio en la amabilidad de Doña Adelina.

5 — LA CIUDAD DEL SUQUÍA

Cuando los meses pasaron y el carruaje reluciente de la Merced lo fue apartando de la sierra, el “guachito” contemplaba mudo y circunspecto a Don Anselmo, elegantemente ataviado y sentado a su lado. Ya no era más aquel Encomendero de porte altivo que solía pernoctar en la Posta junto al salinar —donde él naciera— con toda su comitiva de carretas rumbo al Alto Perú.

Ahora aquél Encomendero poderoso, tan lejano, tan erguido y distante... era su padre. Y él su hijo varón, el que transmitiría su apellido.

La ciudad de Córdoba del Tucumán estaba ya a los pies del carruaje —dentro de su hondonada— cuando el progenitor descendió para contemplarla acompañado por sus dos mulatos angola: su cochero y su guardaespaldas armado. Ambos juveniles y jactanciosos, chanceaban al chicuelo con su futuro y próximo internado. Les parecía a ellos, mulatos atildados y frívolos, acostumbrados a una vida engalanada, ejemplares criados para el ornato y el ceremonial de Don Anselmo, que este changuito salvaje y analfabeto cuyo lenguaje campesino causábales gracia, no era la persona más apropiada para un colegio jesuítico.

Pero indiferente a dichas opiniones —de las que hacían gala desde un mes atrás sus dos escoltas— Don Anselmo mostró a su bastardo la bella ciudad edificada a la vera del río Suquía y extendida a sus pies. Arquitecturada en edificios de piedra, las calles tapizadas con granito adoquinado y decorada de cúpulas. El changuito abrió desmesuradamente sus ojos y los mulatos palmeáronle con risotadas.

Acostumbrado a los celos de ambos, recurrentes en cada instancia donde el Encomendero exteriorizaba algún afecto, el padre dio la orden de continuar el viaje en su última parte. El empedrado hacía rechinar los ejes del carruaje y el suplicio del changuito llegaría a su fin, cuando principiaba en verdad, el verdadero: Los años de internado. El portal de madera labrada con su imponencia artística, se abrió para él y para Don Anselmo, que entraron juntos y a pie.

Trémulo el “guachito” miraría hacia atrás sintiendo alivio al divisar en la calle empedrada a los dos risueños mulatos angola, quienes lo saludaban en despedida. En realidad, comprendió ahora, que iba a extrañarlos muchísimo. Que serían ellos dos siempre, quienes habrían de aguardarlo y transportarlo a lo largo del tiempo, de los años y de la vida entera.

Serían ellos dos, jactanciosos y frívolos, irreverentes en la intimidad y reverentes frente al público, sus amigos más auténticos desde aquel momento. La verdadera herencia de lealtad, el legado más preciado de su padre. Y en éste, su primer viaje juntos, se alejó de ellos casi con miedo ... Y los volvería a ver siempre con alborozo.

6 — LOS JESUITAS

—Este es mi hijo, Padre Gunther ... Este es Silvano— dijo secamente Don Anselmo a un Jesuita flamenco de tez muy pálida.

Silvano nunca había visto antes un rostro de esa naturaleza, ni ninguna mano color rosa llegó a tomarle hasta entonces la suya. Pero de allí en más en aquella Compañía de Jesús junto al río Suquía, en ese Colegio Monserrat donde ahora ingresaba como pupilo, iba a conocer muchas otras. Aquellos profesores jesuitas egresados de Lovaina eran tan distantes a su vida anterior, como distante estaba Lovaina de la provincia del Tucumán. Como muy distante estaba el lenguaje campesino que él traía, de las letras en latín que debía aprender a escribir y leer, con las glosas de Horacio y Petronio.

Pasarían años antes de que el padre Gunther, su preceptor, soltase su mano. Los arcos del colegio jesuítico del Monserrat se harían tan familiares a él, como los antiguos churquis. Con el tiempo le pareció extraño volver de visita a la Merced y pisar tierra nuevamente. Oler otra vez la yerbabuena y el tomillo, escuchar las chicharras, el canto de los coyuyos, el llanto nocturno del choguí ... Pero aún allí, estaba acompañado siempre por el padre Gunther, al que Doña Adelina homenajeaba con primor.

Mientras tanto en la Merced, desde su partida la familia había vuelto a su ritmo habitual. Sin embargo algo estaba cambiado. Ya no era sólo un grupo de mujeres que habitaban la gran casona junto al jefe de familia. Ahora existía otro miembro que formaba parte de ellas, aunque estuviese interno en el colegio jesuítico del Monserrat. De este modo, Doña Adelina, Clemencia y las niñas comenzaron a pensar en él, para aguardarlo en cada temporada de descanso cuando Silvano regresaba a la Merced, acompañado siempre como se ha dicho, por su preceptor de cabecera, el padre Gunther.

Así con los años, el salvaje changuito analfabeto fue adquiriendo las formas ciudadanas y la erudición latinista de un discípulo jesuítico. Silvano traía para aquellas mujeres —las mujeres de su familia— apartadas en la Sierra Grande y altivas en su orgullo de linaje, los frutos refinados que su maestro flamenco iba en él modelando. Ya todos comenzaban a olvidar su prosapia ilegítima, su nacimiento guacho.

7 — ALTO PERÚ

Era un elegante mozo cuando acompañó por primera vez a Don Anselmo hacia el Alto Perú. En la Posta del camino junto a la Salina Grande que algún día lo despidiera, años antes, preguntó ante una concurrencia que no lo reconocía, por Griselda.

—Partió— le contestaron —con sus hijos, no supimos más de ella.

En sus adentros, Silvano, luego de despedirse ceremoniosamente, pensó: “Pero no con todos”. Los mulatos de siempre, como gemelos inseparables, lo estaban buscando y en el rostro de su padre denotábase cierta inquietud, que él se apresuró en suavizar.

La Universidad de Chuquisaca le abriría las puertas de un segundo internado. El Doctorado. Más corto, pero igualmente nostálgico. Un mundo distinto le ofreció la Real Audiencia de Charcas con el esplendor que rodeaba a los Oidores. La elegancia altoperuana de las damiselas cautivaron su ardor juvenil y las niñas en edad de merecer agasajaban al heredero elegante, muy alto, de bellos ojos claros recortados sobre una piel mate, invitándolo a sus paseos. Mientras sus madres casamenteras lo colmarían de atenciones.

Los viajes periódicos —aunque espaciados— de Don Anselmo contactaban al joven dentro de la sociedad elegante de esta ciudad cabecera que regía los destinos del Tucumán. Favoreciéndole con ello sus primeros encuentros amorosos. Ambos visitaron asimismo —con sumo asombro para Silvano— la lujosa Potosí, la ciudad más poblada del continente americano. El Obispo de La Plata recibió en audiencia al padre y al hijo, portadores de mensajes fraternos desde la lejana Diócesis cordobesa.

El antiguo changuito de los churquis, transformado ahora en un atildado y culto galán, recorría el inmenso Mercado de Charcas eligiendo de antemano, los regalos para brindar algún día —cuando retornase— bellos presentes a las mujeres de la Merced. Sus mujeres, aquéllas que lo aguardaban a la distancia.

Y cuando finalmente los dos mulatos angola acomodaron en el carruaje sus arcones, para el regreso definitivo, Silvano creyó sentir que alguna parte suya iba a quedar para siempre en el Alto Perú. Como acontecía con su padre. Nadie, ningún habitante del Tucumán, terminaba por desprenderse de él...

8 — RETORNO AL TUCUMÁN

Y cuando el Altiplano quedó atrás, cuando el Tucumán salió a su encuentro, cuando la Salina Grande no fue más que un punto blanco en la lejanía, el joven heredero comprendió entonces que ahora ingresaba ...definitivamente... en la Merced de Don Anselmo. Que su futuro mayorazgo con todas sus responsabilidades, caía sobre él, lo apresaba, lo atrapaba para siempre ¡Después de un largo y lento camino!

Era en realidad recién en este momento, cuando formaría parte de ese cerrado ambiente familiar. Aislado y alejado de todos. Enclavado en el Valle de Punilla junto a los macizos rocosos sobre la frontera sur del Virreinato del Perú, donde la civilización terminaba de golpe, en forma abrupta, y comenzaba la milenaria Prehistoria de Sudamérica. Allí era, donde se erguía su mayorazgo prometido para el cual fuese tan minuciosamente preparado.

La mañana de su arribo los aromos teñían sus ramas con capullos de oro. El colibrí aleteaba junto a las corolas. El ñandú le mostró su acrobacia. Los pumitas caminaban en medio de la sierra junto a su celosa madre. El guanaco saltó desplazándose por las champas. El gauchaje resecaba el charqui para futuros locros. Las chinitas el quesillo para el zanco. En los tambos mugían las vacas lecheras. Las chacras reverdecían. Los cazadores buscaban corzuelas en los chacos. Silvano retornaba desde ciudades esplendorosas, pero este era un esplendor distinto. El futuro Encomendero era aguardado por toda la Merced.

Al llegar, percibió una alegría escondida en los ojos huraños de Clemencia, y esto lo alegró interiormente. Pues sin esa aprobación de la mulata vieja, nada harían las niñas para agasajarlo. También advirtió el cariño respetuoso de Doña Adelina, quien esperaba de él un respaldo para sus seis hijas. Y por sobre todo recibió gustoso el emotivo abrazo de Rufina —su preferida— transformada ahora en una bellísima adolescente.

Silvano se vio de pronto rodeado por todas ellas, entusiasmadas, inquirientes sobre aquel exótico mundo altoperuano que él acababa de dejar, y del cual dependía el Tucumán con su apartada serranía cordobesa. Se vio entonces a sí mismo, más que como un joven rico o un hijo de un padre poderoso, se descubrió siendo la columna vertebral de un feudo “provenzal” dependiente de él en su futuro.

9 — EL MAYORAZGO

Silvano no sabía si se hallaba prisionero o era el príncipe de un castillo. Sólo alcanzó a percibir que las bellas niñas, sus hermanas, representaban para él una propiedad cristalina y frágil dependiente de su fuerza. Por un momento dejóse llevar en la fantasía del tiempo imaginando que la síntesis del churqui y el latín, iba a brindarle esa energía que su padre aguardaba de él. Sin embargo comprendió que todo aquello en su conjunto se hallaba demasiado lejos. Silvano estaba allí, frente al mayorazgo del cual hacía uso, y por y para el cual vivía.

Se preguntó entonces a sí mismo, si hubiera preferido conservarse en el mundo ingenuo y analfabeto de la Posta, de donde lo retiró su padre, sin responsabilidad alguna. O permanecer para siempre entre los claustros latinistas, junto al padre Gunther. Quizás, enclavarse como jurista en la Real Audiencia de Charcas. O ser un catedrático de Chuquisaca.

10 — EL PRIMER DÍA

Cuando los nuevos manteles de ñandutí que él eligiera en el Gran Mercado, se colocaron en la mesa grande ahora ocupada por todos. Cuando las risas de sus seis hermanas cautivaron su emoción, y Clemencia impuso silencio ante el arribo de Don Anselmo. Cuando a la hora de la Oración, Doña Adelina le entregó el rosario de plata en homenaje a su regreso, para dirigir el responso en la galería grande frente a la peonada allí reunida y de pie, con el sombrero en la mano... Supo en ese momento el joven Silvano, que era dueño y responsable de un germen de civilización.

De un comienzo de Historia en este apartado rincón del Tucumán, rodeado por la Sierra Grande, vecino a la Pampa de Achala y la Pampa de Pocho ¡En el aislamiento sudamericano del siglo XVII! ... Y que sería desconocido su esfuerzo como el de todos los suyos, para el resto del mundo.

Al día siguiente se acercó al carruaje en el cual vino desde el Alto Perú. El mismo que en tiempos lejanos lo condujo hasta la Merced. Sonrió y rió junto a los dos mulatos de su padre, que tantos años lo llevaran y lo trajeran. Contempló todo aquello, y se puso a meditar sobre su vida, desde el momento en que fuese apartado de la Posta del camino junto a la salina. Y divisó ese camino recorrido tantas veces.

Luego retornó por sus pasos y entró en la sala grande de la casa, adornada de fiesta por su regreso final. Y reclinándose en un elevado asiento paraguayo de madera aromática, traído desde Charcas en las carretas, entrecerró los ojos celestes recortados sobre su piel mate que tantos escenarios diversos habían visto ... Diciéndose a sí mismo, que aquel era:

“El Primer Día”

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Alejandra Correas Vázquez
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Texto agregado el 07-09-2011, y leído por 122 visitantes. (0 votos)


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