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Inicio / Cuenteros Locales / Makandall / La Soberbia (Fábula del Aguila y la Lagartija)

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Su reino llegaba del mar hasta el bosque. Era una gran pradera de la que tenía dominio desde su nido, situado en un farallón. Su nido era accesible solo por aire. Había escojido cuidadosamente el lugar, teniendo en cuenta fundamentalmente dos cosas: Su protección y la vigilancia de su territorio. Desde el nido, o un saliente de la muralla de rocas, que estaba a la distancia de un batir de alas de su nido, podía sentir el pulso del valle. Ver las bandadas de palomas y faisanes, que dejaban la protección del bosque para ir a alimentarse de las semillas que abundaban en tierra llana. Los conejos, que antes de salir al descubierto, en su recorrido de un matorral al otro, siempre miraban al cielo buscandolo a él. Serpientes y zorros, que eran su competencia, pero no tan poderosos como él, de los que también se alimentaba. Eran esos habitantes de su valle los que más le interesaba, porque de ellos vivía. Los demás, insectos, pequeños roedores y pequeños reptiles, solo les dirigía su atención cuando llevaba varios días sin poder cazar nada y entonces no le quedaba más remedio que usarlos en su dieta, para poder sobrevivir y no morir de hambre.

No había nacido en ese valle, sino muchas millas más al este. En el momento que sus padres vieron que podía cazar por si solo, lo expulsaron de su territorio sin ninguna compasión y él se vió vagando por toda la comarca. Había llegado, a donde se encontraba ahora, siguiendo a las cigüeñas en su emigración. Desde que vió el valle, supo que había llegado para quedarse. Había un pequeño inconveniente, pertenecía a otra águila, ya vieja, pero con fuerzas suficientes en su pico y sus garras, para defender su señorío. Recordaba, que hacía poco tiempo atrás, había luchado con otra águila para apropiarse del territorio de ella. Tuvo que salir huyendo y humillado, y durante un tiempo solo pudo alimentarse de ratones y lagartijas porque sus heridas no le permitieron cazar algo más apetitoso. Esta vez, aprendiendo de su experiencia, decidió esperar y aprovechar algo que sucediera, que inclinara la balansa a su favor.

Tomó posesión de un laurel gigante que se encontraba en el mismo borde del bosque y desde donde vigilaba todos los movimientos de la vieja águila. Trató de cruzarsele lo menos posible en su camino y hacer el papel de jovén acabado de ser expulsado del nido de sus padres. La vieja águila lo persiguió varias veces en el cielo, pero lo dejaba en paz, cuando él se adentraba en el bosque. Al final no le hizo más caso, porque pensó que no era un peligro para su dominio.

La oportunidad se le presentó una mañana, cuando desde la cima de su laurel vigilaba a un conejo, al que pensaba convertir en desayuno. Graznidos de batallas interrumpieron su vigilia y mirando hacia el sur, hacia donde quedaba el farallón, vió dos águilas en batalla campal. Levantó vuelo y dando un rodeo, se posó en el farallón sin ser visto por los combatientes, entretenidos en su lucha. Un macho joven e inexperto le había presentado combate a la vieja águila, para conquistar su territorio. Llevaba la peor parte, aunque todavía no se rendía y seguía luchando. Era cuestión de tiempo, que saliera huyendo bajo los picotasos del rey del valle. Vió, como al fin, el joven decidió huir, pero la vieja águila en vez de perseguirlo en su huida, hasta que saliera de sus dominios, se dirigió al farallón y se posó en una roca. Tenía un ala mal herida. Él se daba cuenta por los movimientos torpes que realizaba. Esperó que el joven perdedor desapareciera de su vista y se lanzó desde su altura, hacia el lugar donde descansaba la vieja águila. La atacó por la espalda y a traición.

El águila, entretenida entre su dolor y la sensación de triunfo de haber vencido la batalla, solo se dió cuenta que estaba siendo atacada, cuando ya él estaba arriba de ella y le daba el picotaso más duro que podía en la unión del ala herida con el cuerpo. Un graznido de dolor y miedo arrancó este picotazo y la vieja águila se lanzó al vacio, huyendo. Él logró aferrarse con sus dos garras al lomo de su contrincante y le dejó a ella el trabajo de batir las alas para no caer al vacio y mantener a flote su cuerpo y el de ella, haciendola forzar todavía más su ala herida. En los pocos segundos que pudo mantenerla sujeta, le dió otros dos o tres picotasos en el mismo lugar que había atacado antes. Fue demasiado para la vieja águila. El ala herida no le respondía y solo pudo planear hasta perderse dentro del bosque huyendo de él, que con fuertes graznidos de victoria, anunciaba que había llegado un nuevo rey al valle.

Patrullando su reino desde una altura en el cielo, que pocos animales podían verlo, él escojía su presa. Esta vez divisó una serpiente que estaba a la caza de una lagartija que tomaba el sol encima de una roca. Estas presas le gustaban, por lo fácil que era llegar hasta ellas sin que se dieran cuenta. El clásico cazador, cazado.

Como todo depredador, el águila era oportunista. Prefería presas jóvenes e inexpertas, acabadas de nacer, heridas o enfermas. Presas, en fin, fáciles de atrapar y que cuando él las atacaba, quedaran paralizadas por el terror y no se defendieran. Si la presa se defendía, podía herirle, y una herida que no le permitiera cazar, era una muerte segura.

En el mismo momento que la serpiente iba a atacar a la lagartija, sintió dos garras que sujetaban su cuerpo cilíndrico. El águila inclinó su cuello y le reventó el cráneo al reptil con un picotaso. Su mirada se cruzó con la de la lagartija y vió algo que nunca había visto, vió agradecimiento. En su camino hacia su nido, iba confundido, dejó caer la serpiente sin darse cuenta y no hizo nada para recuperarla, cuando un zorro se adueñó de ella sintiendo que era su día de suerte, y corrió con su botín hacia la madriguera.

Ese día no volvió a salir de su nido, en el farallón de rocas. Sentía sentimientos que iban en contra de sus instintos y no lo dejaban tranquilo. Al otro día volvió a pasar por encima de la piedra. Allí estaba de nuevo la lagartija. Hizo un vuelo razante para asustarla, pero por respuesta, la lagartija se irguió sobre sus cuatro patas y le mostró, en todo su explendor, la membrana roja de su cuello, que podía estirar o recojer a su antojo, a modo de saludo. Se posó en la misma piedra, quería que la lagartija saliera huyendo, pero esta, en vez de correr a refugiarse debajo de la roca, siguió saludandola de la misma forma.

A partir de ese día se le hizo costumbre pasar por la piedra, y ver a la lagartija diariamente. No había una vez, que en su patrullaje en busca de alimento, no pasara por encima de la roca donde la lagartija vivía, para observar si la lagartija se encontraba en su posición habitual. Una vez lo que vió hizo que se le erizaran todas las plumas del espinazo. Un gato montez se dedicaba a jugar cruelmente con la lagartija. Le daba con sus zarpas, incitandola a escapar y cuando la lagartija huía, la atrapaba de nuevo y la volvía a poner en la posición anterior, para volver a empezar el macabro juego desde el inicio. Sabía que en el momento que el gato se cansara de jugar, la mataba. Se lanzó en picada, a todo lo que le daban sus alas, sin siquiera pensar, que luchar contra un gato montez podía terminar en una catástrofe para él. Sus zarpas afiladas y su gran agilidad le daban ventajas, que no tenía el águila. El gato sintió el golpe de un bólido emplumado y dos garras que se le aferraron a su lomo, y un carnaval de picotasos, que trataban de alcanzar sus ojos, cuando los dos salieron dando vueltas, rodando por la tierra. Lo súbito del ataque y la sorpresa de sentirse atacado, porque pertenecía al igual que el águila, a los que no tenían enemigos en el valle capaces de enfrentarlo, hizo que en vez de tratar de defenderse, pusiera todas sus energías en escapar y salir corriendo en busca de la protección del bosque.

Lo que hasta ahora había sido un rumor en el valle, ya era un hecho. Todos sus habitantes lo comentaban. El rey del valle estaba protegiendo a la insignificante lagartija. Aunque muchos envidiaban la suerte de la lagartija, e iban a ser incapaces de hacerle daño con tal de no buscarse la ira del águila, otros vieron en la lagartija la única debilidad, que hasta ahora descubrían en el águila, y decidieron aprovecharla. No faltaban zorros que habían perdido sus cachorros bajo su pico mortal, serpientes que vieron comer a sus cercanos delante de ellos mismos, o urracas y cuervos que sus nidos fueron saqueados por él, además de las infinidades de veces, que el águila había saciado su apetito, con las presas que habían cazado ellos, que les había quitado con el abuso de su fuerza superior.

Hacerle daño a la lagartija, era hacerle daño al águila, comprendieron sus mentes instintivas. Se habían dado cuenta de esto, por todo lo que arriesgó el águila en su batalla contra el gato montez, para defender a la lagartija. Si no podían hacerle daño directamente al águila, pues iban a disfrutar mucho en comerse a su protegida.

A partir de ese momento el águila no salía de dar círculos alrededor de la piedra, en que la lagartija reposaba al sol, para calentar su sangre fría. La vida de esa lagartija se convirtió para él, en parte de su afirmación como rey del valle. Tuvo que luchar contra zorros, serpientes y cuervos, todos empecinados en tratar de cazar la lagartija más importante del valle, con el solo objetivo de la venganza y minar su autoridad. Cada vez que el águila destrozaba a un depredador, siempre recibía la mirada de gratitud y el saludo de la membrana roja de la lagartija. En otras partes del valle pululaban los conejos, comiendo los retoños jóvenes de las plantas, sin ocuparse de mirar al cielo. Las poblaciones de faisanes y palomas crecían, y ya no temían los vuelos del águila.

Hasta ahora el águila mantenía todo bajo control, aunque ya extrañaba la carne tierna de faisanes y conejos. Llevaba mucho tiempo con una dieta de zorros, serpientes y urracas, resultado de su defensa de la lagartija.

Sus enemigos empezaron a organizarse. Lo entretenían por un lado y otro trataba de llegar a la lagartija. Todo empezó cuando estaba haciéndole frente a un zorro, y mirando hacia la piedra, vió un cuervo picando a la lagartija. Lo que salvó al pobre animal, fue que el cuervo no pudo retenerla en el pico y se le caía. Esos momentos de indecisión le bastarón al águila, para llegar a la roca y hacer huir al cuervo, pero no lo persiguió para espantarlo o cazarlo, porque vió entre los matorrales la lengua de una serpiente que estaba esperando el momento que ella se alejara.

Al otro día fue peor. Le empezarón a perder el respeto, porque sabían que no podía alejarse de la roca mientras la lagartija tomaba su baño de sol. Se paraban a una distancia sorprendentemente cerca de él, para incitarlo a perseguirlos. Animales que con solo verlo en el aire corrían a buscar refugio, ahora casi le mordían las plumas de la cola.Todos esperaban que en algún momento perdiera la paciencia y no pudiendo sufrir más la humillación a que estaba siendo sometido, se lanzara en pos de alguno, para entonces, en manada, apoderarse de la lagartija.

Al segundo día, el águila no pudo aguantar más la humillación y se desesperó. Aguantó a la lagartija con una de sus garras y le dió tres picotazos en la cabeza, haciendosela puré. La sujetó por el cuello con el pico y tiró hacia arriba, separando el cuerpo de la cabeza, y colgando de esta, quedaron parte de sus tripas. Puso los dos despojos sobre la roca y levantó vuelo. Por primera vez en su vida, la necesidad de matar no fue provocada por el hambre.

Se dirigió hacia los lugares donde había abundancia de conejos y faisanes, y se sintió libre de nuevo.

Texto agregado el 06-09-2011, y leído por 535 visitantes. (0 votos)


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