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Cincuenta y dos Pedernales

Don Artemio, el velador de Los Manantiales, recogió la basura dejada por los visitantes dentro de los grandes maceteros de la entrada y que el personal de aseo pasó por alto. Se despidió alegremente de Benjamín, el guardia del portón principal, que le obsequió una botella de buen tequila por ser su último día laboral antes de su jubilación.
De buen humor, charlaron unos minutos y posteriormente, el guardia se marchó. Revisó por quinta vez la hora en el reloj del vestíbulo al aire libre que marcaba un ruidoso “tic, tac”. Las 9:10 P.M.
Con premura, se internó entre el paisaje boscoso, alumbrado por alguna que otra lámpara prendida y los cocuyos que revoloteaban en los arbustos. Los pinos y encinos rechinaban al mecerse por el viento como llanto contenido. Sentía el negro manto nocturno abrazándolo… despidiéndose.
“Crack”. Eran lo cenizos, arrojando pequeñas piedras y señalando el camino.
“Skreeee”. Las ramas de los árboles apartándose y permitiendo que la luz de la luna iluminara el rugoso camino.
Finalmente llegó hasta el magnifico sabino, que como custodio, vigilaba el manantial reverberante. Ahí se encontraban algunos objetos dejados durante el día por los visitantes. Unos lentes de sol, ungüento para dolor muscular, una revista… todos de “pacientes que acudían por una cura milagrosa a las aguas termales, para curar los males que aquejaban los cuerpos caducados. Buscaban ansiosos, extender su permanencia en este mundo y solo él, Artemio, el humilde velador del lugar era quien conocía el secreto de las aguas curativas. El secreto de la vida eterna.
Hoy era el final del ciclo.
Cada año con su nombre: conejo, caña, casa y pedernal y los trece números que completaban el ciclo. 1 conejo, 2 cañas, 3 casas y 4 pedernales hasta que volvían a repetirse, es decir cada cincuenta y dos años.
Axayácatl, su verdadero nombre, realizó el Ritual del Fuego Nuevo, encendiendo una pira y arrojando cincuenta y dos atados para el inicio del nuevo ciclo. Pronunció suavemente las palabras largo tiempo aprendidas, elevó la botella de tequila al cielo y dio un buen trago. Con parsimonia, sumergió su cuerpo cansado en las tibias aguas del manantial donde permaneció hasta que el cielo cambio de prusia a cobalto.
Su mente dormitaba entre la conciencia y un estado de divinidad. Alcanzaba a escuchar el ruido nocturno de la naturaleza, renovándose. Sentía llegar los recuerdos a su mente aturdida y sofocada. Lentamente abrió los ojos y alcanzó a ver en el umbral, el crepúsculo arribando.
Un nuevo ciclo de cincuenta y dos años estaba comenzando y él mismo era testimonio del evento. La persona que salió de las aguas del manantial, no era más un anciano.
Un joven era quien admiraba la salida del radiante sol, más bello que nunca, como un hada concediéndole un deseo. La Madre tierra agradecía el renacer de su ciclo, otorgándole el regalo de la vida y una nueva oportunidad.

Texto agregado el 06-09-2011, y leído por 308 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
24-12-2013 Un relato muy suave, que te lleva de una frase a la otra sin esfuerzo, como si fluyera. Un rito bien guardado que permite rejuvenecer, ¡cuánto pagarían muchos por eso! Pero si no se tiene la sabiduría suficiente, se haría insoportable. ikalinen
14-08-2012 Te lo creo (tan bien escrito está) juanpascualero
12-06-2012 Excelente martincruz
11-05-2012 Hermosa recreación. Egon
06-10-2011 muy bueno muy interesante elbulon
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