La calle prepara entregada el caer de una lluvia que involucra aguas y hojas, desatadas desde el cielo. Algunas ráfagas cómplices se avecinan, algún sobretodo sale otra vez del fondo del ropero para echarse a andar, agradecido de revivir. El sol aún entibia nuestros rostros y quizás una lágrima nostálgica se escapa para hacer juego con las ventanas de casa, gotitas que se funden y corren hacia abajo. Y asÃ, hasta tiritar de frÃo.
Leña seca en el hogar, las manos juntas se frotan y luego toman los fósforos que dejarán el fuego arder sobre el diario y la madera. Entonces alguien llega desde afuera estornudando, la nariz roja y bufanda al cuello. Invernamos como cajones, dejamos la alegrÃa para después y a pesar de no dormir, somos fuertes y endurecidos como el hielo.
Salimos y la niebla nos envuelve en la invisibilidad, en el anonimato de ser alguien que camina envuelto como un panqueque.
Ahora el polen y las mariposas, los pájaros que vuelven del norte para aparearse en el jardÃn. Las yemas se abren como el corazón y la gente va más liviana por la calle. Temprano el sol nos devuelve los colores, mudamos pestañas, pieles y amores. La florerÃa de la esquina, los estudiantes tomando sol y los guardapolvos sucios de jugar.
El calor y la tormenta, el agua que bendice la tierra seca justo a tiempo. Las sombrillas, los autos sobrecargados, felices años nuevos. La sombra aparece como un oasis debajo de un árbol tupido y con ella, una buena siesta o un libro de cualquier tipo. El carnaval y sus demonios brotan con furor antes muy contenido. Ahora, estar una noche en la ruta parados sobre nuestros pies y arriba el revoltijo de estrellas que nos tuerce el cuello y nos produce espanto al intentar contar su composición. |