Hoy, después de muchos años, todavía sueño con París. Aunque mi estancia en esta ciudad no fue como para echar las campanas al vuelo. Las épocas de mejor y más grato recuerdo no coinciden siempre con aquellas de orgías y bacanales, enamoramiento o abundancia. Como tampoco el tiempo, considerado en su extensión y largura, es factor determinante para medir la intensidad de una experiencia. A veces basta con un segundo. En ocasiones un simple mirar de ojos sobra para no olvidar nunca un beso, una cara, un perfume. Por ejemplo: son pocos los años de la infancia (siete u ocho más o menos); pero tienen tanto calado, que marcan más que los muchos que llevamos a cuestas.
No llegó al año mi estancia en París; pero el tiempo suficiente como para soñar con esta ciudad muy a menudo. Los líquidos de mi emotividad precisan estar en su nivel, ajustados. Cuando estoy derrotado, la moral por el suelo, en banca rota mis ánimos, el sueño se encarga, cual mecanismo reflejo, de elevar mi estado emocional y situarlo donde corresponde. Yo sueño con París, aunque no sé muy bien por qué.
Como digo, mis días en París no fueron de modo alguno relevantes como para recordar batallas, paseos enamorados por la ribera del Sena, de la mano cogido de una linda francesita, o de picnic por los bosques de Bologne. Baste un dato, en el tiempo que estuve allí ni siquiera subí a la Tour Eiffel.
Aquí en España, yo acababa de salir de la cárcel. Ya se sabe: la década de los 60-70, la represión franquista, asociación ilícita, vulneración de los Principios Fundamentales del Movimiento. Y me vi en libertad más prisionero que en mi celda. Nada más pisar la calle sentí asco de mi patria, un país de somatenes, sin constitución, sin partidos ni sindicatos. En aquellos años la clandestinidad o la cárcel parecían los dos únicos estado posibles para conservar la dignidad. Volver a prisión no me hacía ni puñetera gracia. La única opción: el autoexilio. Cogí el autobús Valencia-París, y al día siguiente ya estaba en los servicios de acogida de la Rue la Pompe.
Y es ahora, después de enviar a Ediciones Irreverentes "El mendigo de la place de Vandôme", cuando me pregunto por las razones ocultas, inconscientes, que me llevaron a escribir aquel relato.
Volvamos a mis tiempos de París. Allí puede que esté el leimotiv de aquella historia.
Recibo un correo urgente de Tomás. Mi amigo me dice que acaba de llegar de España. Su jefe, un prestigioso arquitecto de Valencia le ha obsequiado con un viaje por varias capitales de Europa. Y este fin de semana le toca París. Quiere que nos veamos esta misma tarde. Me cita a las 19 horas junto a la fuente principal del Palais Royal. Yo acabo de salir del curro. (En aquellos días trabajaba como pintor de brocha gorda acicalando los pabellones del Centro Equestre de la Villette). No me entretengo. Y tal como voy, con el mono puesto, y hasta las cejas de pintura, cojo el metro dirección al Louvre. (Estuvimos hasta muy tarde por Montaparnasse, el Barrio Latino...) Luego Tomás me dice, puesto que la habitación de su hotel es enorme, que me quede a dormir con él.
Nada más entrar en el apartamento Tomás deja sus zapatos en el pasillo para que la camarera al día siguiente se los devuelva limpios y lustrosos Me dice que haga yo lo mismo con mis botas. Acostumbrado al cuchitril de mi chambre, aquella suitte del Riltz de la Place de Vendôme me deslumbró por su boato, sobre todo por la parafernalia del cuarto de baño, su grifería de oro, sus cortinas de damasco. Las aguas de la bañera quedaron mugrientas, lo mismo que sus mil y una toallas, después de sumergirme en las aguas perfumadas de aquel imperial yacuzzi.
Hay quien sueña que un día fue concejal de Abastos (y lo fue), pero hoy es un jubilado de quien nadie se acuerda. Hay quien sueña (soñar es gratis) que se tomó unos vinos en el bar Txolo de Pamplona con Hemingway. Yo sueño que un día me bañé en la misma bañera en la que María Callas deslizó su precioso cuerpo en su debut en París.
!Se me olvidaba! Al día siguiente, cuando me levanté, mis botas no estaban en la puerta del apartamento. La camarera del hotel, tan viejas y sucias las vio, que las tiró al cubo de la basura. |