Marta se sienta frente al espejo, se dispone a acariciarse las gracias que le adornan, como cualquier mujer común y corriente, que saldrá por la noche en el fin de semana. Su piel refleja la juventud perdida de los años. Parece una vieja mujer atrapada en el cuerpo de una jovencita. De hecho, muchos que la conocen piensan que ella ronda los treinta años; sin embargo, apenas tiene 24.
La imagen que se refleja en el vidrio, se dispone a dibujar sombras y líneas sobre la cara de Marta. Poco a poco, el ritual, con el que sepultará las arrugas del tiempo, del dolor y de la vida, desfiguran las facciones de su rostro, ocultando su verdadera identidad tras el rubor y el rimel, que la transformaran en una pintura que se venderá al mejor postor.
De pronto, el perfil de la joven se desvanece frente a ella, que sigue en su afán encubridor, y sin inmutarse, cepillando su cabello. El espejo, retrata una sarta de escenas cotidianas en la vida de Marta, que van desde su infancia, pasando por su adolescencia y llegando hasta su edad actual.
Frente a ella, aparece, primero una niña que peina, a su vez, los cabellos de una muñeca maltratada y resarcida por el uso. La niña viste y desviste al fetiche, a medida que suelta un par de sonrisas y habla con ella, de lo hermosa que se verá cuando se pruebe esto o aquello sobre el cuerpo.
Marta, mientras tanto sigue pintando, con afán, su vida. Y la sonrisa se le dibuja en el cuerpo al recordar su infancia. Pero ello cambiará cuando sus siguientes recuerdos se pinten en el vidrio.
Una niña, de cerca de 12 años, es ahora el centro de sus pensamientos. La niña, yace en un rincón de su casa, visiblemente afectada por algo que la asusta. Pronto se verá una figura masculina, reflejada sobre la pared, que se acerca, amenazadora, hacia ella, y en su cara se vislumbra ahora terror. Ella se queda inmóvil, mientras las manos del individuo incógnito le acarician la cara y el cabello.
El tipo, también, le ofrece un vestido, como los que ella solía usar para vestir a sus muñecas de cuando era pequeña. Y él juega con ella, de forma libidinosa, mientras la sombra abre el cierre de su pantalón, y se ve como, a los lados, cae parte del cinturón que sujeta sus pantalones. Él se acerca despacio hasta la nena, y ella, se enrosca sobre sí misma.
Del otro lado del espejo, la tensión se posiciona en las acciones de Marta, quién cambia sus movimientos, pausados por unos cada vez más violentos. Haciéndose notar en la forma cómo aplica el maquillaje.
Pero las ilusiones no desaparecen del espejo, al contrario, cada vez se pintan más y más crudas, hasta llegar a la noche anterior en que salió a trabajar.
Ella estaba en la esquina de la avenida San Carlos, junto a otras cuatro mujeres, algunas viejas conocidas, otras no tanto. Un auto apareció solitario, surcando la calle, en busca de una mujer. Las féminas cercaron el auto una vez este se detuvo. Pero la que se quedó con el postor fue Marta.
Después de un par de palabras cruzadas, el convenio se dio por aceptado. El carro avanzó sigiloso en medio de la noche, mientras el conductor buscaba un lugar donde desahogar sus pasiones.
Mientras tanto, él rozaba la pierna de Marta, pero ella se negó a cualquier disfrute, si antes él no pagaba lo convenido. Sin embargo, el tipo solo tenía unas cuantas monedas, pero quería saciar sus deseos a toda costa. Y le arrojó las monedas y un par de billetes, mientras le gritaba “¡Como que no fueras una puta!”. El auto cesa su marcha. Entre tanto barullo y forcejeo, ella recibió un golpe en el ojo y tirones en el vestido.
Marta sale de auto y cierra tempestivamente la puerta. Luego se le ve caminando en medio de la noche y en una calle casi solitaria.
Las imágenes han desaparecido del espejo, más no de la cabeza de Marta. Las lágrimas salen desparramadas sobre las mejillas. Son lágrimas negras, a causa de la pintura de los ojos. La rabia se apodera de la que antes fuera su sonrisa y se dibuja, en su lugar, una mueca de sarcasmo, de dientes que se estrechan mutuamente, mientras se tuercen los labios.
Luego de unos instantes de vaguedades en el horizonte. Ella limpia los rastros del recuerdo con una servilleta y afina la silueta de su cuerpo con nuevos aires de resignación.
Ella se gira de medio cuerpo, y se descubre su rostro reseco, y el ojo morado que la acompaña. Mira fijamente a algún punto, donde antes estuvo su espalda. Ella se levanta, descubriendo en el espejo una nueva imagen: la de una niña que juega con una muñeca.
El reflejo de Marta se levanta y va hacia donde está la pequeña, su hija, y le da un beso de despedida. “Sé buena con papá”, le dice antes de cerrar la puerta tras de sí y apagar la luz, dejando a la nena en la oscuridad. Segundos después el ruido de una bragueta que se abre irrumpe en el silencio y un pequeño cuerpo se enrosca en un rincón de la casa…
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