Por las rendijas de las persianas metálicas se colaba el olor a fiesta y la estridente música de las bocinas de los colmadones y altavoces de los vehículos. Dentro, en el blanquecino cuartito, la luz mortecina de la lámpara gastada iluminaba dos hileras de camas ocupadas por embarazadas y parturientas. A pesar de su amplitud, la habitación era fría y oscura. A veces olía a una muerte rancia que venía desde la contigua sala de cirugía o se trasladaba desde la sala de emergencia. Cuando venía de la sala de cirugía emanaba un olor a muerte prematura y lánguida, a veces a media muerte de muertos tan pequeños que ni siquiera alcanzaban a tener nombre; cuando soplaba desde la sala de emergencia, era un olor mas resuelto, impetuoso y alborotado que corría por todos los pasillos, metiéndose en todas las habitaciones, colándose por las rendijas de los bloques y violando las verjas para entrar en las cocinas de los vecinos y cambiar el sabor de las comidas.
Dos enfermeras montaban guardia. Una vieja rechoncha y buena que a pesar de estar allí no se quejaba de su mala suerte de pasar una noche como esa atendiendo parturientas; la otra era amargada e insípida, pero eso sí, un correcaminos que azotaba en un santiamén el hospital completo recogiendo cuanta noticia hubiera. Refunfuñaba por que “le dejaron la guardia a las más pendejas”. No hubo forma de negociar el maldito servicio. ¿Quién querría trabajar una noche como esa? Nadie, absolutamente.
En la fría habitación, rodeada de cuerpos femeninos jóvenes, viejos, de edad mediana y de mediana vida, estaba yo. Tirada en la cama sin escuchar nada, con la mente en blanco y negro, sin poder organizar mis ideas. Solo se que estaba allí y que un dolor me carcomía las entrañas. Quizás dormía. Hacía meses que no pegaba un ojo. Desde que me enteré jamás pude dormir, pero todo había pasado tan rápido: la noticia, la negación, el abandono. Todo. Tan rápido, tan sorprendente. No lograba comprenderlo.
Amaneció más temprano que nunca. Los pequeños rayos de sol entraban como finos cristales por las rendijas de las persianas de metal hiriéndome la vista. Creo que habían pasado dos noches desde que me llevaron allí. Yo no sabía nada. No me gustaba estar allí pero creo que no tenía a quien decirle que no quería estar sobre esa cama, con un suero adherido a mi brazo y sin poder ni siquiera incorporarme sobre el colchón de hule que achicharraba mis espaldas.
Creo que pasaba todo el día dormitando y de vez en cuando alguien me pedía que no me moviera. Creo que era la enfermera cuando venía a inyectarme un líquido a través del suero. Era un alivio sentir ese afluente fresco que corría por entre mis venas y me calmaba, primero; luego se convertía en un picante y fogoso infierno que entraba por mis venas. A veces quería arrancarme las venas, pero no podía. Por suerte solo duraba un segundo. La voz volvía a pedirme que me quedara quieta y yo solo obedecía a esa sombra blanca que se alejaba de mi cama y la veía, entre brumas, hacer lo mismo que a mí a todas las pacientes.
Aquella mañana fue la primera vez que realmente abrí los ojos y vi todo con claridad. Las cortinas, las persianas metalicas, mis compañeras de penurias y todo lo que había allí. Y vi entrar a ese hombre con bata blanca y rostro de matarife que no me permitía identificar si era medico o, confundiéndome con un animal indefenso, venía a sacrificarme. Venía directo hacia mí y con él una enfermera. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y trate de incorporarme pero me faltaron fuerzas. Quise correr pero quede desplomada sobre el infierno de hule que me ardía en las espaldas.
- No trates de incorporarte. Quédate quieta- me ordenó con voz ronca y autoritaria- . Te llevaremos a la sala de cirugía.
En ese momento venía un camillero. Entre él, la enfermera y el recién llegado, me subieron a la camilla, siempre acostada, sin poder incorporarme.
- Llévala rápido- le ordenó, mientras seguían al camillero.
Aquella sala era igual de blanca y vacía como donde estaba anteriormente. La misma mortecina luz y el mismo olor a muerte prematura que percibí desde el principio. Me acostaron en la cama de cirugías. Me desvistieron y vistieron con una bata gris de féretro.
- Ya no hay más nada que hacer. ¿no era esto lo que querías?- me miraba con amenazadores ojos endemoniados-
No lograba comprender nada. Otra vez había vuelto a caer en mi modorra y estaba casi inconsciente.
-¡puja, puja! ¡Te dije que puje, maldita!
Sentí un peso tan grande sobre mi vientre, como el que ocupaba mi memoria desde aquella tarde. Era la enfermera que se había sentado sobre mí y con fuerza empujaba mi bajo vientre hacia abajo. Una mano entraba por mi vagina y sentía como destrozaba todo a su paso como un tornado que arranca de raíz los arboles. El dolor me adormecía aun más. Parecía que moriría. Me faltaba aire, perdí por completo la visión y mi corazón salía a galopes de mi pecho. Creo que moría. Otra ves el matarife:
-¡Puja, coño! ¿Qué diablos fue lo que bebiste para votarlo? ¡Di que fue lo que bebiste, asesina!
Aunque casi moría y mis gritos se escuchaban en toda la sala, no se apiadaba de mí. Me torturaba sin miramientos. En ese momento oí la voz de la rechoncha enfermera que entraba con un record en las manos. Me mira y revisa la inscripción en el record. Por un momento el doctor se detiene un poco de arrancarme con sus manos las entrañas.
- Doctor, aquí esta el record de la paciente que usted ingresó a cirugía. ¿Es ella, verdad? Tiene un severo sangrado por un quiste de ovario. Ella no es la paciente que usted iba a practicarle el legrado. Esa murió anoche.
Afuera la última fiesta del año apenas comenzaba y las escandalosas bocinas no permitían que la noche comenzara. Dentro de mí ya no quedaba nada. Todas mis entrañas estaban en manos de aquel matarife equivocado de profesión. Ahora mi corazón latía lento y a intervalos se detenía mientras la sangre fluía como un torrente por mi entrepiernas.
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