Llegó a su departamento exhausto, había sido un día larguísimo, y tenía muchas cosas para pensar. Tenía muchas acciones para analizar, sacar conclusiones, y diagramar el futuro próximo. Fue directo a la heladera y la abrió. Adentro había unas cuantas sobras de comida y una botella de agua por la mitad. Cerró la puerta sin sacar nada, que miseria. Medio whisky que sobró de la noche anterior iba a ser la cena. Prendía un cigarrillo mientras se sentaba en el viejo sillón que daba a la ventana. El aire que entraba era espeso, húmedo. Las luces de los otros departamentos se iban apagando de a poco. El ruido de los vehículos menguaba con el correr de los minutos. Era mejor así, silencio. Hubiera puesto música si hubiera tenido con qué reproducirla. Con un poco de voluntad se podía ver una pareja peleando en el edificio vecino, aunque no era novedad la situación, lo único llamativo era el silencio que guardaban para hacerlo. El entrenamiento que conlleva una vida conflictiva. Se puso a recordar las primeras veces que peleaban (inexpertos), los vecinos llamando a la policía, búsqueda de testigos, detenciones, y a la semana lo mismo. Una vez pensó en hacer algo por ellos, pero después desistió, el heroísmo en la vida real era inexistente, se acostumbró a pensar que era una ficción simplemente, y quién podía culparlo. Ahora se notaban los movimientos bruscos a través de las ventanas, una figura forcejeando con otra, dos sombras encontradas batallando en el anonimato. Terminó por desentenderse de la situación, si al fin y al cabo no iba a hacer nada para ayudarlos, y él tenía también sus problemas, sus cosas en qué pensar. A la mente se le vino de repente la palabra percutor, que lindo sonaba, una palabra hermosa, en fonética, por supuesto. Sintió una extraña tristeza cuando la anexó con la imagen de un arma haciendo fuego, y esto evocó rápidas y consecutivas imágenes de sufrimientos, de gente llorando, suplicando por sus vidas y las armas se disparaban, una, dos, tres, cuatro veces y contando. Un calvario general y él soltando el arma en frente del siniestro, con una sensación de culpa y un cierto éxtasis maligno que reprimía. Pero era el whisky el que pensaba, esa botella que cada vez brindaba más amor falso, como una mujer hermosa que quiere todo menos a vos, se brinda entera a la estupidez del dulce enamorado. Y cuando el último vaso, el último trago, tan dulce y fatal por ser el final de algo sonó el teléfono. Él atendió sin mirar el aparato.
-Hola- fue lo primero y lo único que dijo.
Se quedó escuchando a la voz del otro lado, sus facciones se contraían, era la expresión de la rabia, la bronca, hasta el más distraído lo hubiera notado. Colgó mientras todavía se escuchaba que del tubo salía una vocecilla hablando a la nada. El ruido que hizo al cortar rompió el silencio que inundaba la habitación y se extendía como una mancha de tinta por la ciudad. Se quedó serio mirando por la ventana, el tiempo se detuvo, tenía la sensación de que se congeló. En ese momento el tiempo era un bloque gigante de el material más pesado acarreado por un pequeño ser torturado que luchaba con todas sus fuerzas por hacerlo avanzar, y tiraba y tiraba, pero era en vano el esfuerzo del hombrecito tratando de mover tamaño bloque.
Tomó la botella, con su mano hábil, y sin pensar en lo que hacía arrojó la misma con todas sus fuerzas hacia la calle a través de la ventana. Escena por demás patética, sus movimientos de borracho eran tristísimos y lastimosos, pero lamentablemente reales. Pasó un breve lapso de tiempo hasta que se escuchó el ruido del vidrio rompiéndose contra la calle, o vereda, no sabía donde cayó. Aunque tuvo la suficiente sensatez para darse cuenta de la suerte que tuvo al impactar la botella contra el piso y no contra algo, o peor aún, alguien. Cuando penosamente se levantaba para tirar el teléfono por la ventana, en otro arranque de insensatez, sonó el timbre. Se quedó quieto, sin saber qué hacer, transpiraba y estaba pálido, y no era el alcohol lo que producía esto, cualquiera que hubiese dicho que era el miedo no habría errado, pero es difícil leer el alma de las personas, entonces nos quedamos nada más que con la imagen del pobre infeliz, borracho, transpirado y pálido con un teléfono en la mano ¡Ring! El timbre nuevamente, pero esta vez salió de su parálisis, fue hacia el portero eléctrico dejando caer el teléfono. Posó su dedo en el intercomunicador:
_ ¡Hola!- gritó enérgicamente.
_Buenas, ¿está Marianela?- dijo una dulce voz.
_Equivocado, equivocado, fijate la próxima vez donde carajo tocás- dijo fuera de sí, mientras no sabía más que hacer para controlar su furia.
_Perdón…- contestó la otra voz de forma trémula.
Ahora caminaba de un lado a otro de la ruinosa pieza, era una fiera enjaulada, un tigre fracasado que iba a salir a la arena donde seguro encontraría la muerte, porque sus colmillos eran de plastilina y sus garras eran adornitos de plástico que no herían a nadie. Decidió salir, sí, tenía que salir, había que escapar, quedaba poco tiempo y el pequeño hombre consiguió la forma de acelerar el bloque, todo tenía que terminar ahora. Un error, un precio que pagar, ya no tenía salidas. Una vez que se empieza a transitar por la mala vida el camino de vuelta es en cada paso más complicado, aunque uno avance un percutor de distancia en ese sucio laberinto. Miró a todos lados buscando algo, luego se acordó que no tenía nada y fue rápido hacia la puerta para salir. La abrió de par en par y del otro lado estaba un pequeño hombre encapuchado.
_Tarde pero seguro- dijo con la voz más asquerosa que había escuchado.
Sacó el arma, uno, dos, tres, cuatro, muchos balazos, sin mentiras, no se pretendía fingir un suicidio, se quería dejar un mensaje, un claro mensaje. Cayó boca arriba cubierto en sangre mientras el hombrecito se levantaba la capucha para prender un cigarrillo y marcharse tranquilamente, porque en esa noche no hubo nada extraordinario, nada nuevo para pensar. Con el correr de los segundos el silencio volvió a reinar y acompañar al espeso calor mientras en el departamento de enfrente una pareja peleaba.
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