El hábito (XI)
Yo salía de prisa del hotel, cuando el joven recepcionista salió al paso:
- Espere, disculpe, pero el gerente me ha dicho que si “la señora” lo sigue visitando por las noches, tendremos que cobrar la tarifa de una persona extra-, se disculpó. Además algunos de los clientes se quejaron de los escándalos y por eso también le pedimos que tenga más cuidado.
- Está bien-, contesté-. No hay problema y descuide, no volverá a tener más molestias.
Agachado como si acabara de hacer una travesura, él regresó a su lugar.
En la esquina de la calle y ante la mirada del velador de la construcción vecina, la monjita me esperaba. La tarde se estaba convirtiendo en noche y me llevó a rodear por la parte trasera, donde estaba enclavado un gran jardín lleno de árboles y una iglesia más grande que la de adentro.
Esa mañana, supuestamente sin resaca, ella se había ido y nos habíamos puesto de acuerdo para vernos más tarde, cuando comencé a preguntarle sobre mis dudas acerca de por qué había convencido a la madre de que le diera permiso de quedarse conmigo. Supuse muchas cosas y ella me contestó que me mostraría algunas cosas que podrían darme respuestas... o que quizá me surgirían más preguntas.
Otra vez me arrastró por las calles empedradas y rodeamos las paredes de la vieja construcción hasta llegar a las bardas altas de la vieja hacienda.
En medio de la parte trasera de esa construcción, había una puerta que usaban -supuse- para entrar al enorme jardín o para introducir víveres a la cocina del monasterio. De su cuello sacó la llave, abrió, entramos en esa parte del convento.
La yerba también estaba descuidada y alta; ella, disculpándose, me dijo que el intendente -don Ramón- había muerto de manera extraña; me dijo además algunas cosas que me confundieron más. Su dificultad para forjar ideas y sobre todo para expresarlas, hacía que su elocuencia fuese escasa.
Contrastaba la entrada del templo con el resto del lugar: estaba abierta al público los domingos y se observaba arreglada y accesible. Caminamos hacia un lado del templo y me llevó a una portezuela de madera que comunicaba con un subterráneo.
Había leído de esos lugares que utilizaron los cristeros para guardar armas, y fugitivos.
Eran pasadizos secretos entre edificios y construcciones para huir de los federales. El lugar tenía servicio de luz y, por la familiaridad de la monjita con el lugar, advertí que no era la primera vez que estaba ahí. Caminamos hasta lo que parecían unos galerones o cuartos excavados en el lugar.
Entramos en uno de ellos y encontramos a cinco pequeños: sus edades oscilaban entre los seis y nueve años, no tenían ropa común, llevaban adaptaciones precarias con la misma tela del hábito de la monjas.
- ¿Qué es esto? Pregunté.
- Son niños que “regalan” al padre y a las monjitas la gente pobre-, contestó.
- Pero esto no está bien. No son animales para que simplemente los den. Esto es un delito-, dije indignado.
- Por eso te traje, porque yo también creí que no está bien, pero eso no es todo...
Me llevó a otro de los cuartos e intentó abrir la puerta, pero al parecer habían cambiado la chapa. La monjita me aseguró que dentro de ese lugar había un arsenal con las más variadas y diversas armas. No le creí.
Comenzó a contarme que unos señores -en grandes camionetas nuevas y de vidrios oscuros- venían y traían las armas y paquetes cerrados, que también almacenaban ahí, y que luego otros venían por ellos.
Me pareció increíble todo eso y le pregunté cómo era que ella tenía acceso a todos esos lugares y me respondió que era porque la madre superiora la mandaba a todos lados, incluso a dar de comer a esos niños, no sin haberle arrancado la promesa de que no diría nada, porque si no, además, metería en problemas no sólo a la madre sino al sacerdote.
Escuchamos que alguien abría la puerta de la entrada y enseguida nos escondimos en uno de los cuartos vacíos. Oímos pasos, después cómo abrían la puerta del cuarto de los niños y enseguida gritos aterradores, golpes y llantos.
Salí con muchas más preguntas que respuestas, con sentimientos encontrados.
Mi instinto de supervivencia me decía que huyera de ahí, pero mi curiosidad me sugirió quedarme.
Continuara... |