Cabalgamos, uno al lado del otro, cada uno con el emblema en el pecho. Éramos notas musicales, y a través de nuestros corceles hacíamos música, una sinfonía épica, de esas que hoy no se escuchan. Fuimos la generación de oro, aquella donde las maravillas del alma eran un espectáculo que todo el mundo quería observar.
Hoy se desmorona la sangre, carece de ritmo y de pasión, es agua vacía, transparente, que corre por venas viejas y erosionadas. Los pinceles y las brochas son para el obrero, y las guitarras pertenecen a aquellos que no tienen futuro. Los rostros se han endurecido, así como el concreto del que estan hechos los titanes dentro de los que se refugian.
Algún día fuimos grandes, sentados en tronos tatuados, con la piel joven y las ganas de vivir. Nuestras voces eran las de los dioses, nuestra música la banda sonora de una vida entera, y nuestras palabras, nuestras pinturas, nuestro hermoso arte, era el paraíso.
Así, entre un mundo de bellezas que hoy son sólo alternativas, entre personas que adoraban la expresión del alma y la pureza de una nota solitaria, allí cabalgamos nosotros, y fuimos reyes.
Hoy sólo existen monarcas sin rostro, sombras que pretenden borrar las expresiones de nuestros semblantes, y hacernos idénticos a ellos. Gobernadores sin extremidades, rebaños ciegos, sordos y mudos, guiados por cálidas zarpas, hacia un futuro que espera con fauces abiertas, como una bestia hambrienta de carne fresca.
El alma se pierde, se pierde también la gracia que conlleva su existencia. Se levanta una sombra sobre la tierra, y las pinturas se vuelven todas negras, la música se distorsiona y se desvanece, las palabras se vuelven meras letras, y las letras sólo trazos, que finalmente se difuminan en una blanca página, sin contenido, sin identidad.
Sentados todos, mirando gente pasar, y jamás volver. Sentados en una calle mojada, sentados siempre, sin hablar, ni murmurar. Fuimos la generación de oro, y hoy somos nada. |