Tan sólo porque quería tener dos días de felicidad, compró el billete de la lotería.
El acumulado era fabuloso y una cifra tan desmesurada era difícil de manejar. Era tanto dinero que uno podría marearse si se pusiera a pensar en serio en la cifra. Lo cierto era que no había que hacer ningún tipo de cuentas para saber que quien se ganara la lotería sería más millonario que todos los millonarios de los que se tuviera noticia.
Pero al ingeniero no le interesaba en absoluto ganarse la rifa. Sabía que las probabilidades eran tan pequeñas, tan increíblemente pequeñas, que no se hacía la menor ilusión de ganar el premio.
Tenía claro, eso sí, que los dos días antes de la rifa serían muy felices si se lo proponía. Pero había que tener primero el billete en la mano.
Así que lo compró. Ya en ocasiones anteriores había comprado lo que llamaba “veinte minutos de felicidad”. Y una vez comprado el billete, se dedicaba a imaginar todo lo que haría con el dinero.
Le ayudaba a toda la familia, a los amigos. A las personas que quería. Ya nadie en su circulo de afectos pasaría trabajos por dinero. Luego, los dieciocho minutos restantes, se entregaba a imaginar el placer del día en que no tuviera que trabajar para vivir. En esos veinte minutos volvía a ser, con toda propiedad, el niño alegre y soñador que nunca lo había abandonado por completo.
Era como estar volando. Sentía un placer vívido y verdadero y se dejaba abrazar sin ningún remordimiento por la felicidad.
Hacía tiempo que no compraba la lotería. Pero era tan grande el acumulado en esta ocasión que decidió compartir con sus compañeros la felicidad que había sentido tantas veces y que sabía efímera pero intensa.
¡Y sí que necesitaban sus compañeros esa dosis de felicidad! Un trabajo monótono y alejado de la familia creaba tensiones y abatía ánimos todos los días.
Vio a los compañeros reunidos en la cubierta de babor, descansando del trabajo, y se acercó para contarles que había comprado la lotería.
Con algo de sorpresa escuchó que estaban hablando de lo que harían si se ganaran el premio. Parecía que el tema estaba más de moda de lo que él pensaba. Así que cuando alguno dijo que no le interesaba tanto ganarse la lotería como tener un taller propio, el no dudó en meterse en al conversación y le dijo que si se ganaba el premio, le montaría un taller con todas las herramientas de oro.
Una sonrisa general de aprobación se dibujó en el rostro de todos que ahora lo miraban con atención.
Carmelo, que era simple y rústico y más pobre que los demás, y que había luchado a brazo partido para levantar su casita en el pueblo, soñaba tan sólo con poder terminar el segundo piso. Él ingeniero lo sabía y le dijo: Carmelo, si me la gano te vaqn van dos mil millones. ¿Te alcanza? Y como vio que dudaba, añadió. Bueno, entonces que sean dos mil quinientos.
Bueno, ya saben. Para Marino su taller con herramientas de oro y para Carmelo sus dos mil quinientos millones. ¿Y para el Niño? Como es buena gente le van dos mil también.
El Niño le dijo: Gracias, pero con que me lleguen cincuenta me contento. Entonces cincuenta millones para el Niño, replicó. Para que sea serio y no crea que estoy hablando por hablar.
No dijo más y se retiró del grupo. Y dejó a sus compañeros haciéndole la mofa al Niño.
Marino, con su temperamento serio y desconfiado, se preguntaba si su jefe se había vuelto loco. Era de locos esa ocurrencia de repartir lo que no se tenía y Marino, con su tendencia a ver el mundo como si fuera cuadriculado, no aceptaba del todo la idea de que su jefe, el ingeniero, viniera ahora con niñerías que no correspondían a su cargo.
Pero el ingeniero, que no se detenía a pensar que él debería ser de esta o de otra forma, empezó a repartir millones a diestra y siniestra a todos los que se le atravesaban por el camino.
Llegó a la cocina y le preguntó a la cocinera que si quería que le regalara dos mil millones. Ella lo miró con sus ojos extraviados y le dijo que bueno. Y él no tuvo recato en decirle que tan pronto se ganara la lotería podía contar con su dinero.
Capitán, le dijo al capitán que salía de su camarote. Capitán, para usted tengo dos mil millones. Y el capitán sonrió y le dio las gracias con una mirada que quería decir: ¿Qué le estará pasando a este señor?
Hubo miles de millones para todos. Para el que venía a traer las provisiones. Para el marinero nuevo. Para el primer oficial que estaba radiante porque comprendió de inmediato el juego y también hubo dinero para cualquiera que pisara el remolcador por el motivo que fuera.
La repartición del dinero fue el tema del día y a la hora de la comida Carmelo se burlaba todavía del Niño porque había perdido la fortuna de su vida por haber dudado. Como santo Tomás...
…
A la mañana siguiente, la mañana de la rifa, el tema había tomado fuerza.
Cuando tuvieron un momento entre las horas de trabajo, Carmelo le confesó que había soñado muchas veces con el premio.
El ingeniero no perdió esta buena oportunidad y le preguntó que qué haría con el dinero del premio.
Los ojos de Caramelo brillaron y sin pensarlo dos veces se lanzó al océano de los sueños. Era difícil saber que hacer con tanto dinero, explicó. Pero medio en serio y medio en broma dijo que quería quedarse con el trabajo. Es que tener un trabajo es muy importante, agregó. Y además, si se retiraba quería salir por la puerta grande.
¿Al fin qué? Quiere el trabajo o se quiere retirar? Pensó para sí el ingeniero y lo dejó divagar.
Carmelo estaba convencido de que a pesar de ganarse los miles de millones, era muy importante terminar el segundo piso de su casa. No es cosa de dejar el trabajo de toda una vida inconcluso, argumentó, a pesar de que uno sea multimillonario.
Pero también ayudaría a su familia y a sus amigos. Y se rodearía de mujeres. Muchas mujeres. O por lo menos una, pero bien linda. No importa que me quiera por el dinero, dijo con seguridad, pero si no me quiere, para eso hay miles.
Construiría una casa desde la carretera negra hasta la playa. Como la que tiene el Gato en el pueblo. Es que ese trabajaba con los narcos y cuando los mataron, le quedó esa casa. Y es de dos pisos. Y la mantiene llena de mujeres.
Me he soñado muchas veces con una casa así, como la del Gato, terminó
El ingeniero se asombró de que el mundo de Carmelo fuera tan pequeño. De que ni siquiera pensara en salir de su pueblo.
Y le dijo: Carmelo, ten la plena seguridad, pero no lo dudes ni por un segundo, ten la plena seguridad de que si me gano el sorteo, tendrás tus dos mil quinientos millones. No el primer día. Hay que esperar a que todo se calme para cobrar el dinero. Pero créeme que los tendrás.
Y para sus adentros pensaba: Con que terminara su segundo piso este hombre sería más que feliz...
Ya falta menos para que seamos millonarios, le dijo al Niño cuando se lo encontró. Y el Niño le contestó: ¡Así sean cincuenta!
Y qué vas a hacer con toda esa plata, le preguntó.
Y Niño le dijo que no había comprado la lotería, pero que si se la llegaba a ganar en realidad no sabía ni que haría con tanto dinero. Después, pensándolo un poco mejor añadió: Hago una fiesta muy grande con puro whisky fino. ¡Para eso hay plata!
Y si a alguno de los de la fiesta le da por robarte la plata o el billete de lotería... En ese caso, dijo el Niño, lo mejor será no hacer ninguna fiesta. Ya veremos después qué se le ocurre a uno hacer con tantos millones.
Le pareció que el Niño era un hombre sabio. Eso de no saber qué hacer con el dinero le pareció como de filósofos y recordó que hacía tiempo había leído un libro de Séneca. De la Tranquilidad del Alma era el título, si mal no se acordaba, y Séneca decía que para ser feliz no había que tener tanto dinero ni tan poco. De lo contrario la vida se complicaría de una forma terrible.
Estuvo todo el día explorando lo que cada uno haría con el dinero y descubrió que todos estaban atados con fuertes cadenas a sus vidas presentes y que por más que quisieran soñar con fortunas inimaginables, la dureza de la vida cotidiana lo había blindado para apropiarse de ilusiones pasajeras, aunque fuera sólo por jugar.
Le llegó el turno de cuestionarse él mismo y se encontró repartiendo dinero a quien quisiera estudiar. Bastaba únicamente con que le trajeran buenas notas. Él apoyaría a quien quisiera aprender cosas. Para si mismo deseaba bien poco. Una vida tranquila en una finca pequeña. Nada más.
Crearía una fundación para apoyar a los estudiosos porque le parecía más que inhumano que quien quisiera estudiar no pudiera hacerlo por el simple hecho de que no tenía dinero.
Ayudaría a sus familia, claro. Pero lo principal era permitir que la gente estudiara. No se cansaba de repetirlo y ese era su sueño.
Le pareció sorprendente que no quisiera casi nada para él. Que no quisiera viajar, o que no quisiera tener bienes materiales. Y se alegró de su pensamiento. Y luego razonaba para sí mismo: es que el dinero daña a la gente. No es sino que alguien tenga un poco más que los demás para que empiece a creer que es más inteligente, o más trabajador, o en resumen, mejor ser humano que los demás. Y si uno va a llegar a ese estado, es mejor no tener nada.
Pero de todas manera, pensaba con una sonrisa en el rostro, ¡no me caerían nada mal esos miles de millones!
Nada parecía conmover a Marino y cuando se cruzaba con él le decía: De oro puro. Todas las herramientas de oro. Y Marino le contestaba con una sonrisa como quien sabe que el otro dice tonterías y no tiene remedio.
Pero quien sí estaba más que excitado con el sorteo era Carmelo. Se encontraban y Carmelo le decía: Ya casi, ya casi. Y parecía que de verdad esa noche Carmelo tendría en su bolsillo todo el dinero pues decía: Esta noche ganamos, ingeniero. Esta noche ganamos.
Todo el día fueron bromas. Y se había cumplido el sueño del ingeniero, pues la vida en el remolcador se hizo, por dos días, más llevadera. Ya fuera porque todos habían tenido la oportunidad de volver a ser niños, o tal vez porque se había roto la monotonía con el cuento de la lotería, los tripulantes habían tenido algo más que veinte minutos de felicidad.
Mañana a primera hora, sentenció el ingeniero, me voy al hotel más lujoso de la ciudad. De ahí en el primer vuelo para mi casa. Y tan pronto como pueda me voy para Suiza. O para Costa Rica. O para las islas Seychelles. Pero tranquilos. No crean que me voy a olvidar de ustedes. Todos tendrán sus millones. Todos.
Y se fue a dormir.
Se despertó con sed y salió a buscar algo para beber en la cocina. Y se encontró allí a Carmelo que con una fuerte ansiedad le preguntó si sabía el número ganador.
No pudo resistir la tentación de seguir con el juego y con toda la seriedad del mundo le dijo a Carmelo que parecía increíble, que era como para volverse loco, pero que había visto el sorteo por televisión se había ganado la lotería. Que había anotado los números y que cuando los comparó con los del billete tuvo que cotejarlos varias veces hasta que se convenció de que en verdad había ganado. No se iba de inmediato del remolcador porque era muy tarde, pero que a las cinco de la mañana se iría sin despedirse de nadie. Le dijo que no había podido dormir ni un segundo y que se fueran los dos en la madrugada para que nadie más se enterara de que habían ganado. Que si alguien se enteraba, hasta podrían matarlos por robarles el billete. ¡Y lo decía con una seriedad pasmosa, como si fuera verdad!
La cara de Carmelo se transfiguró y se puso rígida. Sus ojos querían desorbitarse. Era tan vehemente la voz del ingeniero que no había margen para dudar.
Le dijo al ingeniero que sí. Que se irían los dos a las cinco de la mañana y que nunca volverían a los remolcadores. Y sin poder aguantar la emoción abrazó al ingeniero y le dijo: Gracias. Gracias...
Le pareció al ingeniero que se le había ido un poco la mano con la broma, pero de alguna manera arreglaría las cosas en la mañana mañana cuando los demás preguntaran por el sorteo. Y habiendo bebido un vaso de agua y dejando a Carmelo en la cocina casi paralizado por la emoción, se acostó de nuevo.
…
A la hora del desayuno los compañeros echaron de menos a Carmelo y al ingeniero. La noticia del día en la televisión era que se habían ganado la fabulosa lotería en un pueblo cercano.
Pero a las ocho de la mañana, cuando Marino necesitó consultarle algo al ingeniero no lo encontró por ningún lado. Le preguntó al capitán si lo había visto y él le contestó que seguro se había quedado dormido. Que le tocara en el camarote.
Y Marino tocó en el camarote del ingeniero. Pero nadie le contestó.
Abrió la puerta y encontró al ingeniero desnudo, acostado boca abajo, como solía. Y lo encontró nadando en la piscina ensangrentada de la muerte. Con el cráneo destrozado por un golpe tremendo que le habían dado con una porra de hierro que, con toda la delicadeza del mundo, había sido colocada a su lado... |