Desde que tengo memoria o uso de razón, lo cual dada mi condición sería un tanto cuestionable, lo había visto ahí, en su castillo de cartones, sentado en su sillón amarillo, observando caer la tarde y despuntar los ojos de las estrellas en el firmamento. Si me preguntan, no sabría explicar nada, pero podría -eso sí- mencionar algunas cosas. Si me preguntan, sólo sé que un día se me acercó y me ofreció un trozo del pan que masticaba. Y luego, lo normal, luego nos hicimos amigos y creo que aún ahora lo somos.
¿Qué hacía un hombre de buenos tratos, con apellidos resonantes y recuerdos europeos, viviendo en semejante estado de indigencia? Acostumbraba a leernos algún párrafo o poesía por las tardes -Quizás Pound, Kafka o Rilke-. No lo hacía por las noches porque nuestro castillo no poseía luz ni agua, sólo una hoguera para desentumecernos en los meses más crudos. La lectura -nos decía- permite registrar la sencillez pacientemente alcanzada por la contemplación de los escritores en las distintas épocas. Constato además, que yo no era el único que lo acompañaba; habían otros tres, que como yo, fueron reclutados a fuerza de humildad y de confianza. Nuestra familia era corta, pero los cinco teníamos el mundo para acompañarnos.
Los amaneceres, todos teñidos por el mismo bostezo, languidecían detrás de los mismos paseos y las mismas vistas de un mapocho ennegrecido por las fecas y los orines. Nuestros frágiles días corrían confundidos unos con otros, como si el tiempo nos esperase para moverse, y todo -o lo poco- que conseguíamos en nuestras correrías, era minuciosamente compartido. Vivíamos casi de la nada o de lo que nos diesen. Éramos casi como del paisaje, casi como de nosotros mismos.
¿Cómo podría imaginarse alguien que aquellos, mis más afortunados días, terminarían en un proceso tan extraño y angustiante?. Poco a poco, como sin darnos cuenta, nuestro amo fue quedándose más inmóvil y ajeno a nuestros rostros y actitudes, al punto que cuando yo, o uno de los otros, le movíamos la cola en evidente signo de preocupación y de cariño, él ya no nos extendía la mano desde su sillón para rascarnos o acariciarnos la cabeza, si no que con sus acielados ojos nos abrazaba como si una ola en medio del océano nos cubriese (pero también nos refrescase).
Entonces vinieron los días en que hasta dejó de alimentarse. Con los otros siempre permanecimos echados a sus pies, siempre atentos por si tuviese hambre o frío -recuerdo aquel invierno como uno de los más crudos-. Lo intentamos todo; le llevamos hasta algunos trozos de pan y una que otra tela para que se arropase, pero no nos aceptaba nada; él sólo sonreía y luego elevaba los ojos a sus acostumbradas estrellas, aunque fuera de día o de noche; incluso, aunque estuviese nublado. Fue por entonces cuando empezamos a notarnos algo raros, cuando comenzaron a alargársenos los ojos de tanto contemplar a las estrellas y a volvernos menos móviles y bulliciosos. Ya no necesitábamos alimento o abrigo, ni paseos ni vistas de mapochos para sentirnos unidos, acompañados; él había logrado trascender desde sí mismo hacia nosotros y así la comunicación, se redujo a los rumores de nuestras propias almas con el entorno, y sólo hubo la necesidad de sentir nuestros corazones en un ahuecado latido que se dispersaba por todas las horas y espacios en que, por aquellos días, logramos existir.
Una mañana sus barbas y su pelo encanecidos “dieron un seco ruido de infinito”(1). Con estupor y con sorpresa lo vimos correr hasta la otra calle y luego regresar, hasta llegamos a creer que todo volvería a como era en un principio; pero había sido tanta su preocupación por las cosas y sus interminables estrellas, que olvidó -por añadidura-, ver las que no lograban despertar en sus venas el eco de la trascendencia, terminando arrollado por una micro que en frenética carrera intentaba descontar algunos segundos y, que de ese modo, extinguía el único suspiro que lograba sostener el alma de nuestro amo, de este lado, con nosotros.
Entonces se disipó la niebla que impedía que los rostros se mirasen -unos a otros- con la inevitable actitud de asco que abunda en los curiosos, y luego lloraron todos como niños asustados al borde de un mar cada vez más inmenso y encendido, como si lloráramos porque alguien nos hubiese robado el cielo o una taza de café humeante desde nuestra mesa.
Sobre un asfalto cada vez más enrarecido y cubierto por unos diarios, dejaron de arder sus manos sucias y sus límpidos ojos se dispersaron como pequeñas burbujas de niebla, iluminados por la timidez de los rayos de un tibio sol de agosto. Nosotros no logramos entender nada en un principio y, con cierta obstinación, continuamos echados a su lado por algunas horas, hasta que un tipo de corbata vistosa y voz implacable y jerárquica retiró su cuerpo llevándoselo en una furgoneta blanca y sucia.
Nosotros, aún ahora continuamos echados en su castillo de cartones, siempre cerca de su sillón amarillo, esperando a que vuelvan los paseos, las lecturas, las caricias. Todo eso hasta que el alma de las cosas que habita en este mundo, nos devuelva sus rumores; y las estrellas, nos traigan cada noche, el brillo de sus ojos esparcidos en la más eterna de las contemplaciones.
(1) "Acuario", Sergio Hernández.
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