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Este cuento fue escrito originalmente en portugués, lengua de la cual soy nativo. Por lo tanto, pido disculpas por los enventuales errores de traducción. Cualquier reparación será bien venida. Gracias.



(...) A veces me sorprendo a mirar para mis manos; y, con espanto, no las siento más como parte integrante de la realidad en que se constituye mi cuerpo. Las veo apartadas de la finalidad primordial de su existencia. Su sorprendente autonomía me atierra, y paso a dudar de la interacción del todo que es mi ser. Veo el tenue hilo de conciencia que me mantiene unido a la diversas partes de un cuerpo extraño, que está a punto de romperse para vivir por su propio arbitrio. No sé quién soy. Temo mi suerte; entonces retengo el miedo. Él, al menos, puede prestar alguna credibilidad para el desconcierto de mis sentidos (...)


Dejé aquel pobre hombre en su celda acolchada, en el subsuelo, examinando las propias manos con genuino terror, y me encaminé para mi consultorio, en el sexto piso de la clínica para enfermos mentales en la ciudad de Caxias do Sul.

En poco más de un año, aquel había sido el segundo caso de Disociación (yo, juntamente con dos compañeros psiquiatras, convenimos así diagnosticarlo) que vino a parar en nuestras manos.

El primer Caso en todo se había asemejado a este: la misma expresión, el mismo terror místico, la misma inmovilidade, la misma y obstinada rechaza a cualquier especie de ayuda, el mismo divagar inconexo y absolutamente ninguna causa averiguable.

Ya eran entonces pasados cuatro meses desde que habíamos perdido nuestro primero paciente que, a pesar de nuestros denodados esfuerzos y de la aplicación esmerada del que había de más revolucionario en la terapéutica moderna, se había negado obstinadamente a mostrar cualquier mejora, por más sutil que fuera, al cuadro general de su inestable estado vegetativo.

Por ocasión de su muerte, la prensa, de un modo liviano e irresponsable, alardeó el caso con un flagrante cuño sensacionalista. Hallamos conveniente venir a público esclarecer a la población. En la verdad, (para horror de los legistas de guardia) no había mucho más a relatar además de una descripción apresurada y fuera de lugar de cómo se había procesado a falencia de los órganos hasta su total agotamiento. Cuánto a la circunstancias anómalas, peculiares al Caso, preferimos callar. El motivo está en que desconocíamos la verdadera razón.

Sin embargo, para todos los efectos, los ánimos se amainaron y el hecho no tardó a ser olvidado. Pudimos entonces, mis compañeros y yo, entregarnos al estudio de la extraña manifestación mental.

Recurrimos a la literatura especializada, buscamos antecedentes en la psiquiatria forense, consultamos sumidades de las más distintas áreas de la investigación humana, promovemos debates, participamos de simposios, pero nada de concreto conseguimos apurar.

Con el pasar de las semanas y de los meses, una apatia, resultado de nuestros vanos esfuerzos, acabó por hacer con que nos resignásemos con la total insolubilidad y probable singularidad del Caso. Sin embargo, la sensación de impotencia que teimava en nos aguijonear no permitía cualquier escapatoria o relajamiento. Teníamos un Caso raro en las manos, posiblemente único en la medicina psiquiátrica, y nos sentíamos dominados por la presión esmagadora de la más radical ignorancia, que hacía ridícula mismo la más ligera conjetura. Secretamente, sin dejar que los otros dos supieran, quiere por palabras, quiere por actitudes, cada cual pasó a cuestionar los medios científicos. Nos preguntábamos, de forma disimulada y con un sentimiento de culpa, se estaría mismo en la ciencia, con su metodologia racional, con su amplia gama de datos mensurables y necesariamente empíricos, la solución del increíble misterio de la existencia. Recelosos, colocábamos en duda nuestras convicciones más profundas.

Fue en medio a esta barahúnda ética – y, por qué no decir, moral – que nos venimos defrontar con el segundo Caso y, para ninguna sorpresa nuestra, nos entregamos a él con ímpeto y fuerza redoblados. Ahora, estábamos conscientes de eso, era más que una simple cuestión de discernimiento metodológico o de mero diagnóstico. Se trataba ahora de una cuestión personal, lo que a rigor subvertía nuestro juramento hipocrático y solapaba las bases de nuestro compromiso profesional. Pero, sabíamos nosotros a esa altura que estaba en jeque nada más nada menos que el propósito último de nuestras vidas.

En esta misma tarde, después de la visita particular que había hecho a la celda de nuestro paciente común, encontré mis compañeros en el consultorio, pues habíamos acordados, en la semana anterior, que nos encontraríamos allí para relatar nuestras últimas impresiones sobre el Caso.

– Nada de promisorio, mis amigos.

Dije Dr. Angelucci, así que me senté a la mesa. Su voz, a pesar de la jerga médica y de su empeño en mostrarse profesional, frío y celoso de sus atribuiciones, acusaba cualquier cosa de perturbador, como si una emoción violenta, casi irracional tantease su camino a través de un terreno que le era enteramente ajeno, por eso no sabía muy bien como manifestarse. La imagen de un loco embistiendo furiosamente contra las rejas de su celda me acudió, no sé por qué, al espíritu. Aquello me provocó escalofríos.

– Tengo que admitir que no sé más en lo que pensar. Ya fue intentado todo. Y todo resultó inútil. A principio, como en el Caso anterior, juzgamos tratarse de esquizofrenia. Enseguida, de una profunda neurose, un sentimiento de auto-destrucción, amparado por una especie de lógica absurda. Las circunstancias, sin embargo, probaron que estábamos errados. Quedó comprobado que él, a su manera, desea desesperadamente vivir. Después imaginamos una brutal inversion de valores, una forma extremada de negación de la razón. Alejamos esa hipótesis. Pues, si fuera correcta, eso lo llevaría al crimen y a la perversión gratuita. Entonces, finalmente, hallamos tratarse de un medio término entre la catatonia psicótica y la catalepsia patológica. Todavía, su inmovilidad es de carácter voluntario, lo que por su parte aleja la idea de problemas de orden psicomotora, evidentes causadores de crisis morales...

– Lo que veo es que no enfrentamos nada “normal” en este Caso – atajó Dr. Quadros, visiblemente nervioso. – El mal no parece estar fundamentado en raíces psíquicas. Llego casi a creer en eso.

– Yo no llevaría eso tan lejos así – dije yo, con una sátira intencional, preocupado con el rumbo que las cosas tomaban. – A menos que creyéramos estar tratando con la intervención de una Entidad. Tipo de fantasmagoría, larva, ¡o sabe qué más!

Miré para mis compañeros. Ellos comprendieron inmediatamente adónde yo quería llegar.

– Señores, no nos alejemos demás de la esfera de la experiencia – retomé, serio. – Está patente que enfrentamos, aunque excéntricos, transtornos de orden neurológica. No debemos permitir que su complejidad nos desvíe de nuestro objetivo inmediato. Pensemos en términos psíquicos, sí. ¿Por ventura existirá otro agente para nuestras manifestaciones que no esos?

No hube réplica y dimos por concluida la reunión.

Después que mis compañeros salieron, volví a mi escribanía.

Fui contundente, dije para mí mismo, con énfasis, buscando aplastar mi voz interior. Creo haberlos convencido de que nada excepcionalmente singular hay en el Caso en cuestión; algo ese suficientemente sustancial capaz de desviar, con alguna prerrogativa lógica al menos, nuestra observación del campo de la experiencia cognitiva.

Nuestro paciente falleció dos semanas después.

Seguimos en nuestra práctica. A veces, nos tropezamos en los pasillos de las muchas clínicas a que nos lleva el ejercicio de nuestro oficio. Nos saludamos, como buenos camaradas, pero deliberadamente nos evitamos.


Así fue hasta algunas noches atrás.

Dr. Angelucci telefoneó para mi apartamento. Por un momento, no reconocí su voz, sólo aquella nota extraña que ya me había provocado temblores; lo que curiosamente me impidió en un primer momento de asociar aquella voz a su dueño. La cosa horrible e deforme que parecía arrastrarse para el mundo de las emociones articuladas daba muestras de haber encontrado pleno flujo. Batí el teléfono en un reflejo de puro horror para enseguida escarnecer de mi propia credulidad. Aguardé el aparejo llamar otra vez. Atendí. Algo había ocurrido con Dr. Quadros, y Dr. Angelucci necesitaba verme sin demora. Además, decía, aquella voz decía que había encontrado la Causa del Mal. Pero, en el camino, conduciendo para la casa de Angelucci, me vino una duda extraña. ¿Había sido Angelucci, el sujeto que siempre consideré abusivamente impresionable para ejercer con competencia y con la necesaria exención la profesión de psiquiatra, que me había dicho haber encontrado la explicación para todo aquel misterio, o algo por detrás de su persona, un alter ego siniestro que me había dicho aquello? Me sentí como un pez hipnotizado por el cebo del anzuelo, que sabe, que no puede dejar de saber lo que aquello apetitoso y rebolante lombriz representa.

Pasaban algunos minutos de las nueve de la noche cuando llegué a la casa de Angelucci, y no me sorprendió en nada el hecho de encontrarla completamente a la oscuras, en contraste con las otras casas de la calle. Lo contraste, siendo generalmente lo que despierta la curiosidad, la desconfianza, la perplejidad o la simple idea de diferenciación, no me dije nada esta vez. Ya lo Honda azul estacionado en la entrada del garaje, que reconocí como siendo lo del Dr. Quadros, sonó una sirene de alerta en algún lugar en las vecindades de mis nervios, pero aun así muy lejos para que pudiera prestarle algún crédito.

Extendí el brazo para tocar la campanilla cuando oí una voz, en un punto arriba y la mi derecha, decir que la puerta estaba abierta y que, por lo tanto, hiciera el favor de entrar. Miré para cima en la dirección de lo balcón en el segundo piso en tiempo de ver las abas de un chambre se agitar por un momento y desaparecer dentro de la casa. Toqué la manija de la puerta y comencé a girarla cuando el coche de Quadros entró nuevamente en mi campo de visión. La sirene otra vez, pensé conmigo. Bien, no cuesta nada... Descendí los tres escalones de la entrada y caminé hasta lo Honda. Los vidrios, protegidos por una película oscura, estaban erguidos. Verifiqué la puerta del conductor. Cerrada. Del pasajero. La misma cosa. Tontería. Decidí. La maleta, pensé, la maleta del coche. Ora, no hay nada allí, y, como el resto, debe estar cerrada también. No estaba. Alguna cosa, que parecía un pedazo de paño, cuando intentaron cerrarla se introdujo entre el trinquete y el espacio de la cerradura, prendiéndola de esta forma. Bastaba sólo un ligero tirón para abrirla.

Vaya enfrente, doctor. Parece que oí alguien decir mientras abría la maleta del coche. El cuerpo inmovilizado, como que extrañamente torcido del Dr. Quadros yacía en el espacio del meletero. Yo he deducido el obvio. Quadros estaba muerto, o mejor, fuera muerto, y su asesino no era otro sino Angelucci, que me había atraído hasta allí, por alguna razón desconocida, para matarme a mí también. Ya esperaba verlo con una arma apuntada en mi dirección, en lo alto de la terraza, cuando resolví enfrentarlo. Angelucci estaba allí, de hecho, sobre la terraza, con el chambre insuflado atrás de la espalda. Su vientre proeminente y cubierto de pelos expuesto al viento frío de la noche. Pero no había ninguna arma con él, sólo una risa tranquila, que otro tomaría por triste, no fuera yo conocedor de la locura humana. Angelucci sonreía.

– Él no está muerto, doctor. Tal vez jamás esté. Lo encontré ahí, de ese jeito, en el garaje de su edificio. No lo toqué. Simplemente cerré la maleta y lo he traído para acá. Telefoneé para el señor así que llegué.

– Pero... – hice yo, pasmado.

– Él no está muerto – Angelucci repitió, categórico. – Si no me cree, compruebe usted mismo. Prueba sus señales.

De mala gana, hice como Angelucci me decía. Batimentos. Temperatura. Dilatación de la pupila. Todo conferia. Todas las evidencias que comprueban haber vida en un cuerpo estaban allí presentes.

– ¿Seguro, doctor? Parece que el pobre Dr. Quadros es el “Caso” de la vez. Pero, lo siento, usted tendrá que cuidar de este solo. Yo, como usted puede ver, no estoy en condiciones.

– ¿Lo que usted dije al teléfono? ¿Que había descubierto la causa del mal? – pregunté, atribulado y ansioso, temiendo por la naturaleza de la respuesta.

Angelucci, en respuesta, soltó una risada aterradora y parece que continúo a escucharla. Sin embargo, por más horrible que sea, es la única cosa que aún consigo registrar. El resto se perdió bajo el imperio de esta paralisia extraña...

Texto agregado el 27-08-2011, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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