SEMBLANZA DE AKHENATÓN
Por Alejandra Correas Vázquez
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Tenemos todos la imagen inmemorial del Faraón, como mito histórico. La cual nos entrega un personaje silencioso, inalcanzable, sobrio, austero, autócrata —y ante todo— un anciano de rostro ajado e imperturbable. Así lo concibieron los griegos, los romanos, los escribas bíblicos y la posteridad europea ... Pero nada de esto era Akhenatón.
Por el contrario. Tenía sólo 13 años al tomar la corona y 30 cuando la perdió. Fue uno de los gobernantes más jóvenes de toda la historia humana, y se rodeó a su vez, de una multitud de jóvenes colaboradores dispuestos a poner “manos a la obra” en una gigantesca empresa constructiva : La Revolución Atoniana.
En el momento de su mayor apogeo, cuando poseía un poder ilimitado, tenía 20 años. Su reinado de diecisiete años fue un reinado de la juventud, como pocas veces se ha dado en la historia del mundo. No sólo por su edad, sino asimismo, por la modernidad de sus conceptos. Por su lucha, su frenesí y por las intempestivas órdenes iconoclastas de su gobierno. Todavía se percibe luego de tantos milenios ese componente íntimo, que no puede faltar a ningún dirigente renovador.
Todo aquél que penetra o se acerca sigilosamente de puntillas, para atisbar el mundo de la “revolución atoniana”, siente aún hoy la fuerza cautivante de Akhenatón. Se lo podrá juzgar positiva o negativamente, como han hecho los distintos autores desde el griego alejandrino Manetón, hasta nuestro presente moderno ... Pero será imposible ser indiferente a él.
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Akhenatón era, temperamentalmente, un muchacho impulsivo y tajante. La diplomacia fue absolutamente desconocida para él ¡...Nada menos que para aquel hijo de Amenhotep III...! El más astuto, diplomático y alambicado de los Faraones de Egipto.
Sin embargo este faraón calculador y materialista que fuera Amenhotep III “El Magnífico”, sería el padre ejemplar enamorado sin reservas de su hijo espiritualista. Al que iba a apoyar sin limitación alguna, por arriba de sus propios conceptos de gobierno.
Nada habría más diferente, entre el juego de caracteres de la Dinastía XVIII del Egipto (peculiar en sí misma por sus marcadas individualidades) que este padre y que este hijo. Amenhotep III y Amenhotep IV (a quien conocemos por Akhenatón) fueron dos espíritus totalmente opuestos. Y se complementaron y admiraron por la misma razón. Cada uno vio en el otro —se evidencia— virtudes que hubiera deseado tener.
El primero se caracterizó siempre por la ambición, el liberalismo, el método y el orden. El segundo habría de caracterizarse por el desprendimiento, la ruptura, la innovación, la independencia y el fuego de premisas apasionadas.
Lo vemos emprender sus consignas sin pedir consejo ni aceptación. Es el Príncipe. Ha sido preparado para gobernar y ejercer autoridad, la cual emplea para un fin nuevo. Así... de improviso y sin previo aviso. El lleva la fe de su ideología panhumanista y la impone y determina sin preámbulos.
Se está con él o contra él ... Es un camino único.
Determinante y firme en sus conceptos, en el planteo de sus esquemas, conquistó sin embargo una multitud de seguidores desparramados por aquella inmensa geografía que abarcaba el Nuevo Imperio Egipcio, durante la Dinastía XVIII: El país del Nilo, Medio Oriente y Etiopía. Suficientemente amplia para el Faraonato y compleja de manejar.
Cada premisa suya era captada con encanto. Era un orador que hablaba de aunar por igual a todas las naciones con sus distintas de razas en un solo crisol. Y ofrecía en su propuesta un ideario común a todos: Elevar al género humano... mediante el Amor.
Era el fuego envolvente de la fuerza juvenil que unifica siempre a pueblos enteros. Esa mezcla de intolerancia y sugestión. Esa simbiosis de ternura y rigidez, es el sello peculiar de la revolución en manos de Akhenatón. Es la verdad en manos de la juventud. Con todo lo que la juventud tiene de inexperta y altruista.
A Akhenatón hay que negarle todo aquello donde brilló su padre: astucia, sutileza, diplomacia, método, orden, ambición y sin duda, objetividad psicológica. Pero nadie podrá negarle sinceridad, afectividad, justicia social, y el deseo extremo de transformar y beneficiar a todo y a todos, aún en desmedro de su propia conveniencia...
¡Repartiendo a la humanidad el imperio que él había heredado!
El no necesitaba de nadie al comenzar su empresa ideológica. Lo tenía todo. Todos tomaron algo de él. Pero fueron muy escasos los que le dieron algo.
Ofreció a la comunidad su Dios Unico Atón, padre de todos por igual. Y él que era el Faraón quiso ser igual a todos. Abolió la esclavitud, las guerras, las desigualdades. Hizo para sí una casa igual a la de los demás habitantes de su ciudad nueva. Construyó un gran baño público (una pileta olímpica) para gozar del agua junto con su gente. Además impuso el nudismo y se asomó al balcón mostrándose junto a Nefertiti y sus hijitas, como antes de la serpiente de Eva.
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Hizo dos ciudades más, una en Medio Oriente y otra en Etiopía, llamadas Gematón y Khinatón, con las mismas característica. Envió misioneros para enseñar la “buena mueva” al mundo quienes eran sus representantes o embajadores, y que debían explicar a los escépticos orientales y etíopes, que todos somos iguales ante el Sol. Los germánicos hititas no se sintieron gustosos cuando estos predicadores les explicaron que su Dios Nerik (el Thor hitita) era un ídolo falso, y esto trajo más tarde graves consecuencias.
Pero no debemos ver a nuestro joven protagonista solamente como un apasionado intelectual. Como un ferviente renovador que domina una teoría y la impone sin reservas. Era sin duda un realizador que transformó todos los moldes egipcios convencionales, tarea nada fácil en un Egipto que ya por entonces era milenario. Pero contó para ello —para concretar su tarea— con un núcleo humano completamente magnetizado por él.
Akhenatón era sin duda un muchacho acostumbrado al mimo de los cortesanos. Pero él no investía la formalidad faraónica. Aquella masa humana que lo acompañaba en un hechizo indescriptible, iba detrás del hombre y no del monarca. En él bullía el espíritu creador de un artista —fue pintor y poeta— con una intensidad permanente. Nadie había sido tan amplio entre los Faraones de Egipto. Tampoco nadie fue tan apasionado.
No era sin embargo un joven de emotividades improvisadas. Sus planteos fueron muy claros y pensados. El estaba allí, en el centro de aquel movimiento renovador —el Atonismo— porque los “heliopolitanos” lo habían educado y preparado. Luchaba en contra de estructuras muy definidas e imponía las suyas bajo un desarrollo orgánico. Era un muchacho formado en estructuras educativas milenarias. En secretos de cofradía que salían a la luz a través suyo. Pero el sello de su personalidad individual, les dio el vigor necesario para sobresalir en una empresa ardiente de emociones.
No hubo improvisación sino creación. Antes de inaugurar la empresa ya conocía el derrotero a seguir y el fin que perseguía. Lo enriqueció con su alma poética. Con su espíritu imantado de belleza y con la ternura que prodigaba sin reticencia.
Fue asimismo muy poco cauto o nada en absoluto. No creyó en las debilidades humanas, en la codicia de los otros, ni en la mezquindad que anidaba en el corazón de muchos. No hizo ningún juego diplomático... Y convencido de su Maat (verdad-justicia) desprendido de toda ambición personal —en una antípoda total con su padre— determinó un camino único para el bien común de todos los hombres, y no concibió ninguna otra posibilidad. Pues no concibió que el género humano buscase algo diferente a la armonía.
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La voz de sus detractores llegó hasta la época alejandrina y puede leerse en Manetón. Aunque los anales subsiguientes lo borraran de las listas faraónicas, se halla presente en las listas del período griego, donde se exponen las quejas contra él y se aventura una idea de expulsión que la arqueología actual no puede aún confirmar. Solo logra decir la moderna arqueología que la ciudad fue abandonada en un día determinado y de improviso, con los hornos de cerámica y vidrio funcionando, y además, que los talleres artísticos quedaron intactos con toda la obra de sus creadores, por ello hallóse allí el busto célebre de Nefertiti.
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Heliópolis siempre fue prudente. Dueña de una antiquísima sabiduría, tiene la experiencia que los milenios le han acumulado. La diplomacia sutil, medida y calculada con que sus dirigentes se mueven es pasmosa. Saben educar a sus gobernantes. Sin embargo no fue suficiente. Algo escapó a su cerrado engranaje que partió su cobertura para no volver a unirse jamás. Fue Akhet-Atón. Horizonte del Círculo. La Ciudad del Sol... En última instancia Heliópolis no pudo dominar a Akhenatón. Perdió su control en un momento dado, con cuyo efecto ganó material artístico la literatura, proyectándose hacia este devenir nuestro, que habría de fijar su atención —tres milenios después— en la figura cautivante de su mejor alumno: Akhenatón
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