Cuando el tiempo se acaba, los relojes van adelantando su cesantía, al igual que cientos de estrellas dejan el cielo bajo el anhelo de una nueva vida, olvidando todo lo que aprendieron, todo lo que soñaron, todo lo que imaginaron, todo lo que las nubes le juraron nunca dejar, ya no veo la gracia de las lágrimas, solo veo como las mentiras y las risas van cavando el subterráneo, y las rosas se van desmarcando, dejando una huella por si quisiéramos volver a por ellas, capturar la esencia de los cinco segundos que alcancé a estar junto a tus pupilas, deseando llorar y ahogarme en una sinfonía de gritos inconscientes, y al llegar a lo más profundo de la realidad, caer, rodando sin freno alguno. Sí, ya sabíamos nuestro destino, el de vagar buscando lo que hemos podido tener en mil y un días y que cegados por banalidades no hemos alcanzado, solo por jurar sin fundamento que somos inferiores a la punta de un alfiler, como esa pequeña percepción de ti mismo anula y desgarra tu piel, llegas a botar tu alma, que empapada en su propio mundo imaginario no revela más que una falsa faceta, pierde sus ojos, su boca, su expresión, ya no hay escape, ya no sirvo para esconder la realidad, la fragilidad de una mente que no hace más que recordar ese nerviosismo y a ese mundo marcado por los tintes negros de la amargura y el egoísmo. |