El hábito (IX)
Me tomó de la mano y me llevó casi a rastras. Las piedras resbalosas de la calle hacían que casi me fuera de bruces. Ella en cambio desplegaba una energía derivada de la adrenalina que la invadió al descubrirse rebelde y saber que tenía la capacidad de salirse con la suya: siempre había sido sumisa (o algo hipócrita) y acataba fielmente las órdenes de quienes habían sido sus tutores.
Pero ahora había llegado el momento de su revolución personal.
- Vamos a tomar-, me ordenó.
De nuevo me jaló hacia un bar de mala muerte que estaba por la avenida principal, del hotel hacia un costado. Cuando observé el tipo de antro que era, le dije que no era un lugar adecuado para ella.
- Ahora resulta que me vas a cuidar de parroquianos y putas, cuando he estado en las mismas circunstancias. . . sólo que en un lugar sagrado.
Nos apersonamos en una mesa y pidió tequila. Ignoraba que tuviera esa afición, pero unos momentos después me confesó que le robaba con frecuencia la botella de mezcal a su padre y que posteriormente también lo hacía en el convento, no sólo con el vino de consagrar sino con finos licores que los sacerdotes guardaban en una repisa bajo llave “para momentos especiales”.
Me exigió unas monedas y las instrucciones de uso de la rockola. Me pidió luego que le pusiera música para bailar; me sacó a intentar bailar, pero aquello era una mezcla extraña entre gracioso-inexperto y erótico.
Ya con el alcohol de por medio, su recato y poco pudor se desvanecieron y arrasó como un huracán: volvió a lamer mi cara y a tocarme por todos lados. Los lugareños no tardaron en murmurar y las meretrices a cuchichear, divertidas.
Afortunadamente su falta de práctica hizo que los vapores del licor la adormecieran pronto y en menos de dos horas la monjita estaba completamente ebria, declarándome su amor, con el cabello desaliñado y la blusa abierta.
Después de pagar la cuenta abandonamos aquel baresucho, hediondo a grasa, mugre e historias comunes de esas personas desgraciadas que se refugian en cualquier lugar para huir de su desdichada realidad.
Pasamos frente al joven, de nuevo.
Con mirada extrañada -porque llevaba abrazada casi en peso a la monjita- vi en sus ojos la súplica de no dar más problemas. Le hice una promesa en silencio y pasamos a la habitación, la recosté y de inmediato se quedó dormida, balbuceando sus promesas de amor eterno y maldiciendo a la madre superiora, a los curas y a la desgraciada vida que le había hecho enredarse en ese mundo bizarro. Improvisé un dormitorio en el suelo con las cobijas extras y dormí a lapsos cortos, porque la monjita tuvo pesadillas o sueños intranquilos el resto de la noche.
Ya en la madrugada me llamaba llorando, preguntándome si la quería...
Se despertó fiel, a la hora de la primera llamada. Se arregló lo más que pudo y salió de la habitación prometiendo que regresaría más tarde, para contarme la historia de los sacerdotes pederastas que seguramente mi curiosidad de periodista quería investigar.
Con una resaca incipiente y que en ese momento me hizo dudar de la verdad de su embriaguez de la noche anterior, se marchó una vez más, dejándome un cúmulo enorme de preguntas.
Me dediqué a deambular un poco por el pueblo, a disfrutar de sus construcciones coloniales y de canteras rosadas, de las bellezas autóctonas de Los Altos de Jalisco y de la historia a flor de tierra de su gente.
Logré rescatar un par de entrevistas de ancianos que habían vivido de cerca el movimiento cristero, pero mi cabeza estaba con la monjita.
Ya no sólo era la cuestión de la atracción (que aún existía) sino la curiosidad profesional acerca de la pederastia ahí, en ese sitio, en las narices del mundo, en esa sociedad cerrada e inclinada hasta lo imposible a la institución eclesiástica.
A las 10 en punto los pasos de zapatos de goma y los toquidos lánguidos de la monjita se apersonaron en mi habitación y el corazón me dio un vuelco, no sólo por la oportunidad de intimar con esa mujer peculiar, sino por las cosas que esa noche sabría.
Algunas las había especulado, pero estaba seguro que habría otras que ni siquiera me imaginaba.
Continuara... |