Yo estaba convencido de que Dios creó el mundo para nosotros –los hombres-y que el resto de seres que comparten nuestra atiborrada estancia, son entes inferiores con el solo propósito de servicio, distracción y obediencia. Este acto divino incluye -de hecho- a las chicas. La mejor compañía sin lugar a dudas. ¡Hey, hey, no se molesten niñas, pero así es la vida! “Porque Dios así lo quiso, porque Dios también es hombre”, sino no tendría ese respetable nombre de Jehová ¿No? que me intimida mucho de pasada. Pero, pues, vamos a otro punto, ¿Recuerdan todo ese lío que se armó allá, en el Edén? ¡Si, no se hagan las desentendidas! Bueno, les refrescare la mente: el problema con la manzana. A ver, a ver, ¿quién nos las dio? Quién más va ser: Eva, la hija de nuestras costillas, o sea ¡ustedes, moluscos! Estoy seguro que después de esta felonía, el gran mentor de los cielos tomó otro poco de barro y, apresuradamente, nos manufacturó al perro, porque ya no había seguridad y necesitábamos un buen amigo y compañero para lo que nos esperaba. Dios nos echó igual del paraíso, por tontos y confiados, pero con la promesa de que algún día volveríamos ¿cuándo será eso?, no importa, algún día de seguro será. Luego nos lego este solarcito -que es la tierra- diciéndonos “multiplicaos y a llenar el mundo” y esas cosas de que ganaremos el pan con el sudor de la frente.
Bajo estos preceptos regí mi vida por largas décadas, regocijándome con la antropometría de nuestro espléndido obsequio: las mujeres. Así pasaron por mi vida y sabanas gran cantidad de doncellas. Las hubo de todo, como en botica: rubias, morenas, blanquitas, cholitas, gorditas o flaquitas, en fin, mujeres en todas las formas y gamas posibles, con nombres desde la ‘A’ hasta la ‘Z’. No había fin de semana en la que no tuviera una nueva conquista, para lo que recorrí ávidamente libros de poesía nerudiana e insuperables poemas cantados al amor, los cuales memorice, conjuntamente con los versos de ese cholo de poesía estrujada que fue el respetable Vallejo -cima de la poesía nacional y mundial- todos estas molestias iban destinadas a hacerme parecer más sensible de lo que modestamente soy. Mis romances se basaron en un complicado rito a la retórica y el buen decir. Pronto me convertí en un demagogo del amor. Me fue mecánicamente fácil decir “te amo” con esa voz de locutor de radio, esa que las hace estremecer en las madrugadas somnolientas. Si hasta frecuentaba florerías y obsequiaba innumerables osos de peluche, sin contar las miles de tarjetas que envié bajo el brazo de Cupido.
Diré también que a las mujeres les atrae la gasolina en todos sus octanajes, llamada también la colonia de Eros. En un inicio fue gran ayuda el auto paterno, no con algunos problemas maternales. Era lógico “Si le pasa algo solo va ser tu culpa, viejo verde.” Mi padre en respuesta, ponía la cara sería y cínica, como político que está siendo acusado de sus fechorías: “Ten cuidado, ¡carajo! Toda mi confianza está contigo(...)”. Luego me guiñaba el ojo izquierdo, susurrándome al oído “buen provecho, tu flaca está maldita” con una palmadita en la espalda de hijo único y con voz ronca y a la vez dulce -luego de enderezarse- decía: “Igual a su padre. Todo un pendejo.” Yo aprovechaba ese momento para picarle un pequeño sencillito y pata al acelerador llegaba a mi cita bien perfumado y con los zapatos impecables. Bajaba todo orondo, abría la puerta del copiloto y, tomándola de la mano, introducía a mi ocasional compañera al Toyota, no sin antes decirle “Adelante por favor” con ademanes educados. Otra metida de pata al acelerador y ya estábamos en Pimentel, contemplando el ocaso, con los labios juntos y enredados en un fuerte abrazo. Lo demás es pura historia. En estas aventuras recibí reprimendas de varios padres agrios y una que otra patada y puño de un cuñado cucufato, pero nada de nada, yo seguía rondando igual sus casas, a sus hijas y a sus hermanas, saltando de techo en techo o escondiéndome bajo a cama.
A los pocos años ya estaba en base treinta y añitos después en los cuarentas. Debo aceptar que me volví desconfiado en el amor, de repente por que “ladrón juzga por su condición” y ya no me sentía seguro para llevar una relación seria, pero llegó Inés y me cambio, senté cabeza, cuando ya empezaban a hacerme bromas pesadas mis compañeros de trabajo y amigos de barrio “Soltero maduro, maricón seguro” y cosas así. La vida me premió con un solo retoño, mi nenita, mi querida nenita, la niña de mis ojos: mi Rosita, que nunca debió crecer. Tarde meses y muchos rones en aceptar que era chancletero. Yo quise que sea monja, pero Dios no me ayudo. Cuando cursaba sus últimos años en secundaria supe que mis días de tranquilidad estaban contados y arroje a cuantos “posibles pretendientes” pude, poniéndoles mala cara. Me volví renegón y malhumorado. Mi voz aguardientosa ayudo mucho en mis fines. los veía mirarme de reojo y huir. También hubo los valentones, pero con mis estrictas órdenes de salida, claudicaron a sus pretensiones. Pronto llegaron los pelucones, con sus estrafalarias motos, y mas de una vez los ahuyente con subalternos que estaban a mi mando. Arrancaban sus motos diciendo “No, con el jefe yo no me meto... ni loco.” Ella llegó a las veinte primaveras y mi yerno –vivo- conquisto primero a la madre y esa fue mi perdición. Sin darme cuenta ya lo tenia en casa como entenado todas las tardes ¡Como comía el desgraciado! El repetía una, más veces, y cuando yo lo quería hacer todos me recriminaban diciendo que estaba gordo y con el colesterol alto o cosas así.
Hoy se casan. ¡Miren a ese sonso, como la ve y sonríe con esas fauces de lobo! ¡Hasta puedo verle la baba caer! ¡Malditoooo! Yo se los he prohibido, pero igual mi mujer acabo por dominarme ¡Hasta los platos lavaba! Ella, alegando que es un gran chico y buen partido, dió el consentimiento por los dos ... ¡y encima, tengo que pagar la boda! La desgraciada de mi mujer llora desconsolada y yo, con mi ternito, tengo que expeler esta sonrisita hipócrita de suegro feliz, bajo la mirada inquisidora de esta gran manada de mujeres que revientan la Iglesia de la Consolación y que parecieran conocer mi pasado y ésta, mi tortura, pero de feliz no tengo nada ...
Constantino sintió una mirada que le escarapeló el cuerpo. Levantó lentamente la suya y coincidió con la del gran Cristo de brazos extendidos. Le pareció que le hizo un ademán como diciendo “y, ahora ¿que me dices?” Recordó automáticamente el dicho “con la misma vara que mides, serás medido”, mientras que su Rosita daba el sí final y lo sellaba con un apasionante beso. Entre dientes y con su hígado hecho pedazos, Constantino solo logró balbucear “¡Si él le hace algo a mi angelito, juro que lo mato...!”
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