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El frío congelaba las calles y los pensamientos más nobles, también los otros. Odiar y odiarse al mismo tiempo no es poca cosa. Tampoco es mucha.
Conocía al dedillo los mecanismos de su mente, pero se regodeaba con ser el campeón de sus fracasos.
Ya era tarde. El aire congelado se filtraba por la ventana del cuartucho. Su imagen inflamada por los pensamientos reiterados se estrellaba contra las paredes que lo confinaban, no pedía piedad ni comprensión.
Solo, sin desear más compañía que la de la propia soledad, esperaba el inexorable final del tiempo propio, de los días pasados y de los próximos, de los que ya no importan ni se esperan.

El aire se hace gris, y negro más allá de la ventana. Quiere contener una lágrima ante aquel recuerdo, pero no lo consigue, Escucha junto a zumbidos producidos por las lentas circulaciones, el ascensor que se detiene. La puerta que se abre y queda abierta a la espera de la preciosa carga de aquello, que será definitivamente expulsado. Y el llanto que retorna para empañar los ojos. Se los refriega con los dedos sucios y todo se vuelve más opaco.
Los extraños conversan sobre nimias cosas. Simplemente fue un llamado habitual por el que allí se encuentran. Luego habrá más llamadas, más labores hasta completar el horario para volver a casa.

Alguien observa desde una prudente distancia mientras se lo llevan. Tiene un plato de fideos que enrolla con el tenedor y los lleva a la boca, mientras observa sin emitir mas gesto que el que le exige tragar su comida. Solo era un vecino del mismo piso el que efectuó el llamado. El, que se sentía molesto por los desaforados gritos de dolor y desvarío Este fue su gesto solidario. Un lindante peligroso que orinaba por el hueco de la escalera hacia la planta baja, requería tomar medidas. Al fin y al cabo era lo lógico, a cada cual le llegaría su turno. Vivían muchos niños en la casa y el ejemplo no era el mejor. Para que explicarles que existe la vejez, que a todos les llegaría. Al fin y al cabo para que asustarlos con cosas tristes. Mejor revolver los fideos y seguir tragando para que no se enfríen.

Se ahoga, lo atrapan y lo llevan, aún respira recostado sobre algo, una camilla helada. No se puede precisar donde lo llevan, cual es el punto exacto en el que se depositan los sin nombre, sin títulos ni haciendas. Es un misterio. Dios se hará cargo cuando nadie lo haga. Es tan poderoso que guía ejércitos que terminan por generar llantos interminables.
La ciudad se congela y el cielo se vuelve negro. La luz del quiosco estaba encendida y los transeúntes se detenían para miran de soslayo.
El agua sucia que corría junto al cordón se desplomaba por las rendijas de la alcantarilla.

Andre Laplume


Texto agregado el 24-08-2011, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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