El hábito (VII)

- Sé que están ahí-, habló.
En un intento por deshacer el nudo que se hicieron los pantalones, en un movimiento desesperado fui a caer de cuerpo entero al suelo, quedándome sofocado por tan tremendo golpe mientras veía a la monjita dar vueltas de un lado a otro, buscando sus calzones.
– ¡Abran! -ordenaba con voz firme, sin llegar al grito (para no llamar la atención), pero en ese momento ya había curiosos investigando qué hacia una monjita en una habitación de hotel, tocando la puerta y pidiendo que abriéramos.
Tal pareciera que estaba siendo engañada y buscaba con rencor al marido ofensor. Después de unos minutos logré subirme con dificultad los pantalones, que me dejaron escoriadas las caderas por el esfuerzo y la acción de la mezclilla. Habían lijado materialmente mis caderas; no recuerdo si fue la molestia que me causó el rose de la tela o la adrenalina de la vergüenza, pero sentía un ardor infame que molestaba bastante.
Aliñado lo más que pude, abrí la puerta que estaba siendo aporreada por la madre superiora. De inmediato entró a inspeccionar y ya la monjita se encontraba sentada, en perfecta pose de santidad: - - Hermana, ¿cree usted que es correcto que una religiosa se entreviste con un hombre a solas en su habitación?-, le espetó.
La monjita, fingiendo una inocencia que estaba muy lejos de tener, le contestó:
- ¡Madre, no es lo que usted cree... Lo que pasa aquí es que el licenciado es experto en historia y compartimos ese interés!
Fingió el tono y hasta el acento de voz, pero todo el teatro se vino abajo porque la ropa interior de la monjita se enredó con el zapato de la madre superiora.
- ¿Y esto, hermana? ¡Dígame que es esto!
- ¡Ay! ¡Eeegh! ¡No creerá que yo usé esos calzones tan chiquitos!-, contestó, fingiendo de nuevo inocencia y demencia-. De seguro será de alguna de las acompañantes de ese señor sátiro-, me acusó descarada.
- ¡Vámonos! –Ordenó la madre-. Esto lo tenemos que arreglar en el convento y no en un cuartucho de hotel y escuchados por gentuza.
No sé si fue la gratitud, la vergüenza, la culpa... pero héme ahí, siguiendo a las dos monjas rumbo al convento. La noche lluviosa hizo que me diera frío, pero más que el frío físico fue el del desamparo por encontrarme inerme ante la acusación de una religiosa contra la que no sabía qué argumentos usar en mi defesa. ¿Qué le diría? ¿Que me había enamorado de una monja...? Sería irrisorio.
¿Qué la monja me había seducido? No me creería.
Pasamos junto al velador de una construcción contigua al convento. Él se inclinó para saludar a la madre y murmuro algo como: "Se lo dije, madre, la monjita pasa por aquí todas las noches y se mete al hotel…"
Llegamos a la oficina de la madre superiora y echó llave por dentro.
Yo seguía temblando de frío y nervios. Nunca sentí tanta vergüenza desde que fui acusado en la primaria por romper un vidrio de la prefectura, en represión al molesto guardián del orden, un hipócrita y malévolo.
- ¿Y bien? –Pregunto la madre-. ¿Qué es todo esto?
- Déjeme explicarle-, me adelanté-. En verdad no ha pasado nada, sólo… nos dejamos llevar por un tonto juego de adolecentes. Mire…
Fui violentamente interrumpido por la monjita.
- ¡Nos puedes dejar solas!-, ordenó la monja transformada de una ingenua y cándida recluta religiosa a una mujer decidida.
- No se equivoque, hermana. Aquí la única que da órdenes soy yo, que para eso me he partido el alma por este lugar.
– Madre–, replicó la monjita-: ¿Quiere usted que platiquemos delante del señor aquí presente qué hace el padre Mateo con los pequeños de la primera comunión?
La superiora se quedó de una pieza y con voz menos autoritaria me pidió que saliera de la oficina.
Una hora después la monjita salió, me tomó de la mano y nos regresamos a la habitación del hotel... con la bendición de la madre superiora.

Continuara...