(uno de esos cuentitos viejos que lo tirarías a la basura pero acabas apiadándote de él)
—Creo que estoy embarazada.
Había esperado el momento de marcharse para decírselo. No se atrevió a mirarle a los ojos, en lugar de eso, posó la mirada en una vasija de barro que había frente a ellos. Era éste el único objeto que habitaba la austeridad de la estancia, y ella, incapaz de afrontarse abiertamente a la situación, prefirió refugiarse en su mutismo de arcilla.
—Pero… —titubeó él.
No fue necesario que concluyera la frase. Ella sabía exactamente lo que quería decir: «¿El niño es mío?». Tampoco hizo falta que ella respondiera a la imprecisión de su respuesta, ya que él reconoció al instante, en el silencio de ella —en su mirada perdida en la superficie de aquella vasija—, la afirmación a su duda: «Sí, es hijo tuyo».
—¿Por qué estás tan segura? — Se atrevió a preguntar.
Ella, esta vez, le miró a los ojos. Eran oscuros, y le pareció que no distaban mucho del vacío que le había ofrecido el interior negro del recipiente. Ojalá pudiera arrojar en aquel vientre inanimado lo que acababa de confesarle, pensó ella, para así librarse de aquel peso instalado en su útero.
—Porque lo sé.
Él ladeó la cabeza, parecía dudar de sus palabras. No podía fiarse de una simple intuición, se dijo para sí. Ella, a su vez, retrocedió unos pasos hasta quedar apoyada en la pared. En un gesto reflejo, posó su mano derecha sobre su vientre, y estuvo tentada en acariciar la superficie apenas provinente, pero al instante apartó la mano, empujada quizá por la frialdad que sospechó en los ojos de él.
—Ya te dije que no podíamos tener hijos —continuó ella —. Lo llevábamos intentando de hace mucho, y ya ves…
—Pero a veces pasa. Mi hermana pensaba que ya no sería madre, y mira, después de diez años de matrimonio se ha quedado embarazada. Y no pensarás que ella…
—¿Crees que alguien lo pensaría de mí?
Él la miró fijamente. No, admitió, nadie sospecharía jamás que ella tuviera un amante. Entonces, contemplando su rostro aniñado, le pareció la misma muchacha que había conocido cuando tan sólo eran un par de críos. Y rememoró las primeras sonrisas, las primeras miradas furtivas, la disimulada excitación de sus cuerpos al rozarse; y, al fin, la sospecha de que aquella decentísima mujer casada no era del todo inaccesible.
—Hay algo más —pronunció de pronto ella —. Sé que es tuyo porque hace muchos meses que no me acuesto con José.
Él desvió la mirada y pareció asentir. Pero ella apenas se percató, su pensamiento yacía bajo las sábanas blancas de su cama, junto al cuerpo desnudo de su marido. Era mentira que no se acostaran juntos, todas las noches se estrechaban el uno junto al otro, y les bastaba una caricia, una mano recorriendo la espalda, un beso inocente en la cima de la nariz.
Ahora, mientras ambos se rehuían refugiados en aquel objeto de barro que había pasado a ser el más fiel confidente, supo ella que se había equivocado.
—Sólo se me ocurre una solución —concluyó él.
Por el gesto ceñido de sus labios, ella supo que no le estaba pidiendo que abandonara a su marido, que se escaparan juntos a cualquier otra parte, que dejasen atrás las convenciones y el qué dirán. Como única respuesta, dejó caer su mano hasta su vientre, en una pausada caricia. Y en esta ocasión lo hizo sin ningún atisbo de inseguridad o de vergüenza.
—No te preocupes, ya me inventaré algo.
Pronunció aquellas palabras justo en el momento que cruzaba el umbral de la puerta. Una vez fuera, respiró hondo un aire que sabía a aceituna y a laurel, y se encaminó hacia su casa con paso decidido. Estaba del todo segura de que su marido iba a confiar en su palabra. Le dijera lo que le dijera.
-!Maria! -escuchó a sus espaldas, pero no se giró.
Él hizo el gesto de salir corriendo tras ella. Sin embargo se quedó bajo el umbral, viendo como la silueta de ella se perdía por las calles de Nazaret.
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