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...Y AL FINAL, ESTABA YO

Inspiré profundamente, llené mis pulmones, retuve el aire unos segundos y con un suave movimiento lo expiré emitiendo el sonido de una máquina neumática.

Visto desde lejos (pensé), mi imagen debe ser igual a la de un gran pájaro moviendo suavemente sus alas. El prana ingresaba en mi ser y mi aura refulgía con un color oro-rubí. Sentía un poco de dolor a la altura del omóplato derecho y deduje que sería un montón de prana atascado en algún conducto con sarro, consecuencia de horas de malas posturas en el escritorio y cientos de cigarrillos sueltos (así fumo menos).

Por último la relajación. Mis músculos se aflojan uno a uno, con excepción de mi omóplato derecho, claro. Mi mente se libera y vuela. Mi espíritu se expande y flota sobre un prado verde. Desciendo con suavidad sobre la hierba y me acerco a unas hermosas flores de color púrpura donde una abeja las poliniza. La abeja se percata de mi presencia y gira la cabeza 180 grados sobre sus hombros (¿hombros?) y de su boca emergen dos colmillos. Me mira maliciosamente arrojando una carcajada al viento vuela directo hacia mi cuello. Lucho ferozmente con mis manos, tratando de aplastarla.

Al abrir los ojos, varios ya se han incorporado sobre sus colchonetas y sonriendo me observan. Yo, en el piso, lejos de mi colchoneta y todavía moviendo ridículamente las manos, descubro que me eché una siestita.

“No te preocupes, a todos nos pasa las primeras veces” (me dijo Raúl, mi flamante profesor de Yoga).

Mi vida había ingresado en una pendiente peligrosa en los últimos meses. El banco consumía doce horas continuas de mis días y la presión y la responsabilidad me acorralaban todo el tiempo y yo trataba de escapar haciendo múltiples salidas hasta el kiosco para comprar un cigarrillo suelto “que así fumo menos”.

Juan, el quiosquero, abría siempre etiquetas de CAMEL para los “sueltos”, que son la marca que yo fumo.

La atención al público es una buena oportunidad para contactarse con el mundo, sobre todo para las mujeres que como yo, pasamos doce horas en un moderno edificio multinacional, sin ni siquiera enterarnos del clima, a no ser por una frente transpirada o la ropa mojada por la lluvia de los clientes recién ingresados al banco.

Pero este último año, con los problemas de la crisis financiera, el abandono de los depósitos por los clientes, mas la presión del banco por colocar préstamos a tasas altísimas y aperturas de cuentas a personas que solo querían que les devuelvan sus ahorros, nos fue minando el sistema nervios. Cuando comenzaron los despidos todo empeoró.

Una mañana, una rubia espléndida de uñas esculpidas, levantaba la voz haciendo grandes ademanes con los brazos, sentada en mi box de atención.

Por mas que intentaba explicarle que no había forma alguna de que se le devolvieran sus plazos fijos, ella solo levantaba la voz aún mas alto y arrojaba amenazas al cielo y los primeros insultos al Gerente, al Banco, al presidente de la Nación y a la sociedad toda, porque “dejé mi plata en el País, por mi espíritu patriota y así me lo pagan”.
Y en el momento justo que empezó a golpear el escritorio con las manos, rompí en llanto. Chorros de lágrimas inundaban carpetas y papeles.

La estúpida señora, ni siquiera se percataba de mi estado y cuando con su dedito acusador apuntó toda su artillería verborragia hacia mi, cometió su última desconsideración.

No les miento. Ni siquiera exagero un poco.
Ese día pude haber asesinado.
Con un movimiento felino y sin fallar ni por un centímetro, salté por encima del escritorio y me aferré del pescuezo huesudo de esa pobre y desconsiderada mujer, ahora sí, víctima del sistema bancario.

Fueron unos pocos segundos de placer: mis manos en su frágil cuello, sus ojos plásticos desorbitados, su teñida cabellera como cola de caballo salvaje agitada al viento.

Es notable. Recuerdo claramente algunos detalles: la cara de espanto de los clientes que esperaban su turno para que yo los atienda, el gesto de Roberto, mi compañero de box, aprobando mi actitud como la de quien por fin baja el volumen de una radio que aturde sin piedad, las largas y esbeltas piernas de la señora que apuntaban hacia el cielo y esa micro tanga de color negro con puntillas, que dejaban al aire unas espectaculares nalgas. Recordé en un segundo los $ 20.50 que gastaba en esa inútil crema para borrar la celulitis de mi trasero (la que parecía mejorar por un día y al siguiente seguía tan impávida como de costumbre) y que esa micro tanga la había visto de oferta en una lencería y que en realidad no era de tan buena calidad. No era mérito de la ciencia, la estúpida tenía buenas nalgas.

¿Cómo describirles esos eternos segundos de descarga de tensión laboral?
Según comentan los chicos de las cajas, mi expresión era de una feliz serenidad, como de quien nada de espaldas en un espejo de agua imperturbable, que se contradecía en la desencajada expresión del rostro de mi víctima, que de a poco pasaba de un color rojizo a uno violáceo.

Quince minutos después, despertaba en la oficina del Gerente, que había transformado su escritorio en camilla, con un intenso dolor de cabeza, fruto del golpe artero de una abrochadora, arrojada por el tesorero que puso fin al “cóctel cabeza de rubia ”, como fue bautizado aquel memorable acontecimiento.

Cabe acotar que no volvimos a tener escenas histéricas por bastante tiempo en nuestra sucursal y que circulaba por Internet, de banco a banco, mi rostro con una leyenda de súper héroe financiero. También recibí dos estampitas de San Jorge, una carta pidiendo por unos milagros y una botella de agua tipo Difunta Correa en mi escritorio (broma laboral).

Nunca en mi vida he sido violenta, por favor créanme. Desde joven prestaba especial atención a las biografías de tipos como Gandhi, tengo un libro de Leo Buscaglia y de joven leí varios de Lobsang Rampa.

Creo que ese ataque de ira fue, en realidad, lo que me salvó de un despido seguro. El psicólogo de la bancaria diagnosticó un severo stress y recomendó una carpeta psiquiátrica por un mes. También habló claramente conmigo y me sugirió que hiciera algo de yoga o tai chi, un poco de natación y que me olvidara del trabajo por un tiempo.

No es fácil para una mujer de treinta años, soltera y funcional, que pasó los últimos ocho años dedicada al trabajo a full, detener el tren bala cotidiano y seguir andando la vida pero de a pie.

La presión, la velocidad y la dedicación exclusiva a cumplir metas laborales lo eran todo y ahora me pedían que dejara eso y me dedicara a mi.

Los primeros días en mi casa fueron terribles, sin un teléfono que sonara constantemente, sin gente que me gritara por su dinero, sin jefes que me acosaran por mi producción.

Después de despertarme cinco minutos antes de la seis (como todos los días), comencé con las tareas de la casa, esas que hacía una vez a la semana. Luego seguí con el jardín y luego con la ropa sucia acumulada, las compras y por fin la comida lista. Era exactamente las ocho y treinta y ya había concluido con las tareas de toda la semana. Dos horas después me encontraba derrumbada en un sillón, lloriqueando por mi suerte, actual y pasada, dándome cuenta que solo era un engranaje en la maquinaria del capitalismo y hoy por hoy, el fusible entre la prestigiosa multinacional y la gente que les había confiado todos sus capitales.

Día a día la depresión era mas intensa y la terapia, solo un espacio para llorar libre y consensuadamente por cuarenta y cinco minutos semanales.

Por último recurso busqué mi agenda y seleccioné en una lista los teléfonos de amigos que había descuidado por meses, ordenándolos en una columna femenina y otra masculina.

Mi sorpresa fue doble cuando constaté que la columna masculina aventajaba ampliamente a la femenina y que había transcurrido mucho tiempo (demasiado tiempo) desde mi última cita íntima.

Increíblemente mi piel recordaba las últimas caricias recibidas, el perfume de otro cuerpo que perduraba por días en mi cuerpo, en las sábanas y en mi memoria.

José era un amigo de toda la vida, de esos que uno ve un par de veces al mes.

Una noche, cenando hasta tarde en casa, nos sorprendió una lluvia de esas que “ya pasan”. Dos horas después, el ahora torrencial aguacero, no tenía intenciones de ceder. De la sobremesa, pasamos a los almohadones de la alfombra cerca del ventanal, así podríamos charlar y custodiar el ritmo de la lluvia.

No se si como consecuencia de ese vino exquisito con el que cenamos, o el dulce aroma a sándalo del sahumerio que nos acompañaba, o tal vez el frío de la lluvia recién caída, o mis ganas reprimidas, o todo junto, pero en el instante en que su mano se posó sobre mi pierna, me quedé inmóvil, mirando sus ojos, como si nada pasara.

Mi boca se entreabrió y un pequeño jadeo muy profundo se me escapó de los pulmones. La respiración se me entrecortaba y dentro de mi cabeza la parte lujuriosa de mi cerebro demolía a golpes a la moralista, que intentaba protestar.

Al cabo de unos minutos, no recuerdo bien pero sospecho que fue mi mano la que empujó la suya, lentamente, y sin dejar de mirarnos ni de conversar.

Cuando la charla se hizo imposible debido al tartamudeo mutuo y a las frases ya sin sentido, el silencio fue el preludio del acto que , a la postre, sería mi último contacto con la testosterona.
También sería el último contacto con José.
Demasiado tiempo.
Demasiado, pana no extrañarlo.
Demasiado, para no darme cuenta.

Bueno, ahora tenía una lista de dos columnas a quien empezar a llamar.

En la mayoría de los casos se sorprendían de mi llamada y después de una breve conversación, nos saludábamos con el compromiso de hacer algo juntos, pero organizado con tiempo, ya que el trabajo y los compromisos ocupaban toda la agenda, a lo que respondía que “claro, a mi me ocurre lo mismo”.

Pensé en José, pero no. Mejor no.

Al terminar toda la lista me di cuenta que esos amigos, eran ahora extraños conocidos, que no sabía nada de sus vidas y lo mismo ellos de la mía.

Dos horas después, me encontraba derrumbada en un sillón, lloriqueando por mi suerte, actual y pasada.

Así transcurrían los días. Intentando reemplazar la antigua vorágine laboral por otra de índole casero o social.

Cuando por fin me rendí, con los nervios destrozados, comprando etiquetas de veinte cigarrillos y los ojos inflamados por el llanto, me fui abandonando a sesiones cada vez mas largas de televisión. Primero solo películas, luego incorporé los documentales, después los informativos internacionales, por último los canales de deportes (¡Quién lo diría!) y por fin, un continuado de cualquier cosa.

Así fue que la vi, en un informe después de una catástrofe en Brasil. Un movimiento sísmico había echado por tierra todo un pueblo de casuchas humildes.

En medio de múltiples imágenes del horror, políticos opinaban sobre los recaudos que nunca se tomaron, sobre el crecimiento geométrico de estas villas sin ningún tipo de control ni asistencia sanitaria, todos desde sus lujosos despachos.

De repente, en un paneo de la cámara que solo duró unos segundos, una niña rodeada de perros callejeros y sentada sobre los escombros de lo que supuse habría sido su casa, miraba a la cámara y en especial a mis ojos. Su mundo, en el que había nacido y crecido, donde habría comido y jugado todos los días de su vida, hoy ya no existía y peor aún, se había transformado en una postal del infierno.

Sus padres y tal vez sus hermanos y amigos, habrían desaparecido o muerto. Ella imperturbable, miraba a la cámara y en especial a mis ojos y, sonriendo milimétricamente, abrió una mano y en ella tenía un pequeño juguete roto.

El noticiero pasó a otras noticias pero yo me quedé petrificada frente a la pantalla. Los ojos se me inundaron de lágrimas, esta vez no de angustia sino de inocencia y alegría, como cuando niña me desnudé por primera vez ante mi novio, que me miraba con sus ojos llenos de asombro y maravilla. Su rostro iluminaba el cuarto...

Y a medida que lloraba, los recuerdos mas bellos de mi vida revivían en mi corazón y en mi mente. Así terminé nuevamente el secundario, tuve mi “primera vez”, besé y abracé cien veces a mis padres y abuelos, entré a la facultad, me enamoré siete veces (una por año), festejé mi título, desperté amada y amante en camas propias y extrañas. Fui feliz.

Y como esa niña de Brasil, hoy, en medio del terremoto de mi vida, había perdido mi mundo, probablemente me encontraba igual de sola. Abrí la mano y tenía mas que un juguete. Estaban allí los recuerdos de una vida hermosa.

Guardé mi colchoneta de yoga, saludé a Raúl con un abrazo cálido y salí a la calle.

Había recuperado la sonrisa.

Texto agregado el 20-07-2004, y leído por 236 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
20-07-2004 Un texto de enorme calidez, honesto, en ocasiones jocoso en exacta proporción. Mis felicitaciones! danielnavarro
 
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