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La Nena jugaba con ellos, pero no iba a la cañada a bañarse. Tampoco se aparecía por la cancha de fútbol ni salía de expedición por el archipiélago de chacras en aquellos mares de monte indígena. Mientras los varones salían a navegar entre las procelosas uñas de gato, ramas de espinillos y talas, a enfrentar el peligro de las espinas de las acacias para comerles el borde dulce como la miel a las chauchas, ella se quedaba en el resguardo de la península de tierra parcelada, aquel barrio nuevo que se había dado la ciudad, un apéndice hacia el este que se privilegiaba con tener los primeros rayos solares. La esquina de su casa no estaba tan lejos de la mirada de su madre, una señora de tez oscura y ojeras tan permanentes como el bulto de su vientre, al que no le daba respiro, gestando cada dos meses después de haber parido. Sabían todos que ella estaba abriendo hendijas en la persiana de juncos de su habitación, espiando, cuando en el interior de la casa el bullicio de los hermanos de la Nena se silenciaba.
–(¡Dejen escuchar, caramba!) – rezongaba no tan bajo, alguna vez.
Bajo el paraíso de la esquina jugaban a la bolita o a las figuritas, pero al murito que estaba sobre el caño del desagüe de aguas de lluvia era obligatorio ir cuando la Nena se aparecía de falda corta. Era necesario. Una vez que lograban que se sentara, la disputa por verle el triángulo de sus calzones era una cuestión de vida o burla. Los compañeros de correrías se interesaban por el color para luego exhibirlo como pieza de caza, probando así que habían logrado penetrar las defensas de sus rodillas como caparazones de tortugas, escudos de huesos, empecinadas en estar juntas. A Vladimir, en cambio, le generaba un inmenso placer almacenar en su memoria aquella imagen tan excitante. Secreto ultrasecreto, que no compartía con nadie. Cuando lograba ver lo que pretendía, no se atrevía a levantar la vista para mirar a los ojos a la responsable de aquellos sacudones en el pecho, del bombeo incontrolable de sangre hacia su sexo de púber, endureciéndolo instantáneamente. Luego, lo de siempre: encontrar la manera lo más simulada posible de esconder el bulto. Podía ser el revolcón en el pasto, y mientras rodaba metía mano y apretaba su prolongación instantánea con el cinto del pantalón o el elástico del pantalón corto. A veces salía corriendo como a buscar algo y en la carrera trataba que la excitación fuera lo menos notoria posible. Ni bien lo lograba, regresaba con cualquier excusa. La Nena, en esos casos, sonreía y recién entonces apretaba entre sus piernas largas el vestido sin mangas, confeccionado por su madre con la misma tela que otras prendas para sus hermanas, siempre floreados, nunca tableados. Una nochecita quedaron solos. Vladimir no sabía qué decir y ella quería escuchar que él la invitara a jugar a las escondidas. El bullicio que llegaba de la casa era fuerte y constante. El padre no había asomado la cabeza por la otra ventana del frente, la del estar, para escupir los restos de la mascada de tabaco.
–Ta lindo pa jugar a la escondida… –dijo la Nena, mirando hacia el campo del otro lado de la calle, y agregó –…ahora que mamá fue a tener familia y papá la acompaña.
–Si, porque no hay quien salve al que es descubierto… –le contestó, sobornando la sorpresa por la propuesta. Quería pero rehuía a la posibilidad de estar solos, viendo las estrellas de sus ojos, acaso tocándose mutuamente. Por regla de caballerosidad, tendría que ser el primero en contar y salir a buscar, lo cual implicaba un gran riesgo: ella podría meterse en su casa, tomándole el pelo, y si eso se sabía sería el hazmerreír de la barra.
–Dale. Yo cuento –dijo ella, petrificándolo con la emoción ante la posibilidad cada vez más certera de ser el elegido. Pero debía asegurarse.
–¿Se vale pal campo?
La Nena, con el brazo derecho cubriéndose los ojos y recostado al tronco del paraíso, se puso a contar y no se dignó a contestarle. Al final de la carrera saltó el alambrado de púas oxidadas. Eligió un claro sin verlo, bajo el curupí de cuya copa colgaban colas de trapo y pandorgas desflecadas, mientras pensaba si debía hacer ruido para orientarla hacia él; si se escondería cerca para no perderla de vista y cerciorarse de que no se metía en la casa, en otra posibilidad de burla; si el lugar elegido era apto para…
–¡…y cincuenta! ¡Punto y coma el que no está se embroma! ¡Punto y raya, el que no está se calla! –exclamó ella con exageración divertida, despegándose del árbol. Vio Vladimir que la fina sombra caminaba entre las sombras, alejándose de la casa y de su posición. Quebró una rama de chirca, fibrosa y seca y sintió que ella miraba hacia donde la esperaba. Luego otra. La Nena murmuraba frases ininteligibles, con voz queda, zigzagueando, acercándose al alambrado. Se acurrucó, apretando las rodillas contra sus orejas. No la oiría llegar, pero, lo más importante era que no la escucharía decir Pica! Afrontaría el terremoto de sus pasos alejándose hasta el paraíso, de manera que nadie sabría que lloró. La noche fresca no le alivió el pánico que, desde su posición fetal, lo afiebraba. Apagó el titilar de los bichitos de luz cerrando fuerte los ojos y masticaba los restos de uña del pulgar derecho cuando una mano de la Nena le acarició la cabeza.
–Ta bien –dijo, desplomándose de lado.
–Shht! –le advirtió, alumbrándole la cara con los ojos luminosos de un tulipán, un bichito con ojos de neón verde.
–Shht y pica, Vladimir…! –susurró, antes de recostarse en el pasto húmedo por el sereno, y abrazarlo.






Texto agregado el 14-08-2011, y leído por 243 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-09-2011 Ese final abierto, me encantó...esos recuerdos que quedan con su impronta en el alma...como tus letras!! bellaboo
22-08-2011 Hola, Deep: me faltaba leer este cuento. Un excelente relato. Me he quedado prendado de la Nena, sin importar la edad que ella pudiera tener. La descripción, el ritmo, la ambientación y por supuesto la forma de resolverlo, me parecen de lo mejor. Un abrazo. maparo55
16-08-2011 La pobreza y los despertares. Me gustaron las expresiones en los pocos dialogos que has incluido. Inspira ternura y cierta desazón a un tiempo. ikalinen
14-08-2011 Muy buen relato del despertar del deseo al final de la infancia, con una descripción brillante del entorno agreste y carenciado que rodea a los protagonistas. Un gusto leerte. laura_de_azul
 
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