Cuando el paraíso se apellida Svensson
11ª edición
CONVERSAMOS con…
Hotel Continental **** Cartagena/febrero-junio 2008
Viernes, 16 de mayo de 2008, 20h
Manuel Svensson Vargas
Murcia, 1952. A los diecisiete años se traslada a Madrid donde cursará la carrera de derecho y fijará su residencia allí. Premio Nacional de Literatura de 1982 con "A dos voces". Anteriormente ya había publicado "Sobremesa con cubierto de plata" (1974), "En ningún lugar" (1977) y "Entonces" (1980). Después de un largo silencio reaparece con "Muros de papel de lija" (1991). Le sigue una época prolífica donde destacan obras como "Itinerario para un muerto" (1994) y "Cuando vuelvas, espero no seguir aquí" , que obtuvo el Premio Izalden de 1997. En 1999 publica el que sería su último libro hasta la fecha "Todavía, quizá, mañana", que fue reconocido con el Premio Nacional de la Crítica y con el Nacional de Literatura.
La caída de la tarde resultaba impropiamente luminosa, constató Manuel Svensson reclinado en la barandilla de la terraza de su hotel. Miraba el ocaso con la frialdad de un meteorólogo; si, por el contrario, el escritor hubiese sido un ser de espíritu romántico, le hubiese estremecido el traje en tonos rojizos con el que aquel día, viernes, 16 de mayo de 2008, el cielo había escogido vestirse. Y no sólo por la degradación del rojo más violento hacia el lánguido violeta, sino porque frente a él, reteniendo todo el fulgor perecedero del crepúsculo, se extendía un trozo de mar que hacía más de cinco décadas que no veía. Pero Manuel siempre había sido contrario al barroquismo de la palabra (su obra, repleta de frases directas y de un lenguaje parco, sin apenas adjetivación, constituía un buen ejemplo), con lo que no se dejaba engañar fácilmente por los trucos del sentimentalismo.
Estaban a punto de dar las ocho, así que Manuel admitió que ya era momento de marchar hacia la sala de convenciones en la que se iba a celebrar el acto, hecho que no le apetecía lo más mínimo. No era tanto por la conferencia en sí —la retahíla de halagos, la enésima retrospectiva por su obra literaria, el sin fin de preguntas de los asistentes (daba igual el lugar geográfico o la época, siempre eran prácticamente las mismas), la lectura inevitable de aquellos fragmentos de aquellos libros que se habían convertido en pequeños clásicos—, sino lo que temía realmente Manuel era que al fin se hiciese público, tras nueve años de silencio, la inminente publicación de su nuevo libro.
Al cruzar el salón de la suite creyó percibir la presencia de alguien. Por un momento hubiese jurado que su agente, Elisa Guzmán, todavía continuaba allí, en la butaca, con un cigarrillo entre los dedos. “Me muero por leerlo, Manuel. ¿Ya estará casi listo, no? Estoy tan impaciente… y más después de tanto secretismo…”.
Mucho más presente, persistía el silencio pesado de él, suspendido aún por el cuarto, enredado, acaso escondido, entre las lágrimas de cristal de la lámpara.
La sala de convenciones estaba repleta de gente. En el momento que Manuel accedía por la entrada, llegaron hasta él las palabras de Elisa. Supuso que se trataba de la presentación habitual, pero al llegar a un extremo de la tarima escuchó cómo su agente anunciaba, con indudable énfasis, que al fin podía comunicar la noticia de que en breve el prestigioso Svensson publicaría su nueva obra. Sólo quedaba ultimar los últimos detalles. Como colofón se atrevió a añadir: creedme, yo ya la he leído y puedo asegurar que no defraudará a nadie.
Manuel detuvo el paso en seco. ¿De qué diablos estaba hablando Elisa? ¿Quién le había dado permiso para anunciar tremenda idiotez? Idiotez, masculló entre dientes mientras se volvía hacia la entrada por la que había accedido unos segundos antes. ¿De qué libro podría hablarles él, si no había escrito nada decente en los últimos nueve años?
Nueve años y una manida trama sobre un escritor en crisis de inspiración, tomar como referencia a los poetas anglosajones del XIX, Kipling, Parker, Ritter, Sara Teasdale, Cooke, y perderse en la vicisitudes de la creación. Nueve años y el personaje de una mujer autodestructiva y su empeño en matarse a pedazos lentamente, nueve años y el personaje de un tipo deplorable que intenta hacer las cosas bien. Nueve años y centenares de inicios de párrafo, centenares de primeras líneas, centenares de primeras palabras. Nueve años y dejarse llevar por la escritura libre. Nueve años y leerse una decena de manuales de estructuración. Nueve años y novecientos mil cafés, ¿Y qué tal una novela coral aglutinada por el desencanto del ser humano? Nueve años de imponerse horarios. Nueve años de caos vital. Nueve años de estar sobrio, borracho, optimista, desesperado, enamorado, despechado, solo, acompañado. Nueve años de escribir en un teclado, en un cuadernillo moleskine, en el papel higiénico, haciendo jeroglíficos en la pared. Nueve años de escribir tumbado, sentado, reclinado, caminando, frente a un muro, frente a una ventana, frente a un espejo, en la terraza de un café. Nueve años y ¿para cuándo su nuevo libro? Nueve años y ser consciente de que uno ya no sirve para esto.
Manuel se encaminó hacia el hall del hotel, dudó en volver a la suite, pero la puerta acristalada de la entrada le devolvió la imagen apacible del paseo marítimo. Una vez fuera, le parecieron irreales las siluetas que transitaban frente a la orilla, enmarcadas por ese mismo cielo que minutos antes había contemplado desde la terraza. Entonces, una inusitada calma se apoderó de él.
—¡Manolo, chacho, Manolillo!
Manuel se volvió. Había algo en aquellas palabras, en el modo de entonar la frase, en lo entrañable del diminutivo —Manolo, Manolillo—, que le sacudió en un punto concreto del estómago, allí donde había sepultado adrede todo su pasado. Y supo que lo estaban llamando a él.
Se trataba de un viejo de rostro mustio, surcado por unas arrugas que le conferían el aspecto de una momia mal conservada; sus cejas pobladas y grises, inusitadamente largas, enmarcaban una mirada vidriosa, casi enfermiza. Al reírse, dejaba al descubierto los restos de lo que un día pudo llamarse dentadura, convertida ahora en un par de dientes que poseían el color amarillento de la historia.
-Precisamente ahora iba pa tu casa -dijo el viejo posando un brazo sobre las espaldas de Manuel-. Hase días que la chiquilla no me habla de ti. ¿No us habréis enfadao?
La chiquilla era Rosario, la nieta del viejo. Manuel ni siquiera se dio cuenta de que no tenía ningún sentido la aparición del viejo Fonseca, que de estar vivo habría alcanzado ya la edad de ciento treinta años. Lejos de eso, el escritor se dejó llevar por la tonadilla de la charla de su acompañante, y así cruzaron el paseo, hasta adentrarse por las traseras de los apartamentos de la playa,. Un camino sin asfaltar, de una tierra clara y arenosa, se abría paso hasta desembocar en el barrio donde había nacido Manuel. Todavía permanecían intactas cada una de las casas, que no eran más que chabolas pretendiendo conservar su dignidad mediante una gruesa capa de cal blanca y un par de geranios a lado y lado de la puerta. El viejo Fonseca hizo un comentario y, antes de que Manuel acertara a entender sus palabras, el viejo se giró y desapareció en dirección contraria. Creyó, entonces, divisar Manuel en una de las huertas que se alzaban en un pequeño terraplén a la pequeña Rosario, con su fina blusa de niña recatada, de un color perla que desentonaba con la planicie que la envolvía, sembrada de malas hierbas.
La casa de Manuel constituía la última edificación de la calle. No tenía puerta, se había roto el verano del cincuenta y cuatro, durante una reyerta entre el novio de su madre y un vecino. El novio se ofreció en arreglarla y se la llevó con la promesa de devolverla en unos día, pero nunca más se supo de él. Alguien contó que en una ocasión lo habían visto en un bar de Los Alcázares, frente a un par de vasos de vino, charlando con la puerta. A partir de entonces, una cortinilla de cuentas de plástico se convertiría en el único escudo entre el interior de la casa y la calle.
Al pasar por ella, el sonido de la quincalla trajo a Manuel, no sólo el recuerdo soterrado de su infancia, sino todo aquello que había renunciado a ser, el chacho, el Manolillo, el hijo de La Caracola, el niño murciano.
Quizá tuvo la culpa se apellido, Svensson, o sus clarísimos ojos azules. La folletinesca historia del joven sueco veraneando en la costa del sol, del idilio con una española de piel aceituna y la incompatibilidad de dos mundos del todo distintos. A Manuel lo condenaron al olor a vino rancio (la casa hacía a su vez de bodega), a la penuria de un huerto sembrado de patatas y algarrobas, a las broncas en casa, a la España de posguerra, a la una-grande-y-libre; mientras por su mirada celeste se filtraba la promesa de otra Europa.
Ya adolescente, el interés por los libros y la cultura agrandó su descontento, por lo que decidió abandonar aquellas tierras. Su sueño era viajar hasta Suecia en busca de su padre (en su imaginación, una especie de dios vikingo), pero no pasó más allá de Madrid.
Tras la cortinilla de cuentas de plástico, la casa se presenta en penumbra, con su particular aroma añejo. Manuel se para un instante frente al mueble del comedor, deteniéndose en el grabado de madera que de niño reseguía con su dedo índice, y se pregunta si realmente fue cierto que nunca necesitó volver.
Se oyen voces que provienen del patio. Distingue la del tío Jorge, y la inconfundible voz de pito de La Caracola, su madre.
-¿Sabes que el Manolillo va a sé famoso? -suelta de pronto el tío.
Manuel observa la escena desde el zaguán. Es de día, el duro sol del mediodía se estrella contra el suelo del patio. En un extremo está el tío Jorge, apoyado en la pared del pozo, junto a él, La Caracola lo mira haciendo visera con la mano, con lo que una línea fosca impide apreciar con claridad los rasgos de su cara.
-¿Manolillo? ¿Cua Manolillo?
-Pué el nuestro, quién va sé.
-Anda, no me vengas con cuentos.
-Que sí, que me lo ha disho la Aurora, la mué del maestro. Pué se ve que ha estao en el Continental, en la presentación de un libro o argo así. ¿ Y a qué no sabes como se llama el libro ese en croncreto?
La Caracola ni siquiera contesta, se limita a esperar con escepticismo la respuesta de su hermano, mientras continúa con la mano alzada.
-El pasao… soterrao… o argo así, de Manuel Svensson Vargas. ¿Te da cuenta? Svensson…
-Eso e imposible, te lo está inventando.
-Que no niña, que te lo juro por mis muertos.
Ella niega con la cabeza. En ese momento una nube cruza el cielo, interponiéndose entre la luz del sol y el patio. La Caracola baja la mano, pero al mismo tiempo que lo hace, se da la vuelta. Manuel duda un momento y hace el gesto de acercarse, pero finalmente se detiene. Se limita a observarla alejándose hacia la parte trasera, allí donde están sembradas las algarrobas y las patatas. |