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El hábito (VI)

La desgraciada costumbre de no saber decir “no” me ha metido en más de un lío. El hecho de dejar que el arroyo me lleve hasta donde sienta los remolinos, y la indiferencia, me llevaron a aceptar que la monjita viniera por segunda vez a mi habitación.
Esta vez la atención estaba en las copias del libro de don Francisco Gómez: las preguntas y el afán de contradicción, la historia siempre paradójica, la guerra de egos, la miopía de los líderes, la ambición mal entendida y el objetivo inicial distorsionado; el génesis de las luchas siempre dejado de lado y sustituido por las codicias personales o por la ceguera y falta de humildad de quienes se resisten a ver que están desviándose del objetivo...
Esta vez el estómago no estaba alterado; la inquietud estaba dada por las contradicciones del Movimiento Cristero, del cuerpo clerical -incluyendo a las monjas- con todos los vicios de los humanos comunes y contradictorio al espíritu de su apostolado.
Interrumpió esta cadena de reflexiones el timbre fatal del teléfono, que anunciaba la visita esperada.
Los zapatos con suela de goma caminaron por la escalera y el pasillo, la resonancia cada vez más cercana acabó de traerme a la realidad. Los tímidos golpes a la puerta y la operación repetida de abrirla... esta vez las ansias no dominaron el encuentro. Entró y revisó la habitación (como niña husmeando).
Ni el hábito, ni la ropa de calle del convento: llevaba puesta una blusa azul de seda, demasiado ostentosa para su clase. Vestía la falda de calle del convento, pero mucho más corta, desbordante de sensualidad y jugando a la espía dentro de mi habitación.
La observé sin apasionamiento. Si la presencia de una mujer en mi cuarto generalmente alteraba mi tranquilidad, en ese momento quise observarla y observarme ante la experiencia para verlo todo de manera objetiva, hasta donde me fuera posible.
Se sentó en el buró de la derecha; esto hizo que las piernas se manifestaran en un hermoso par de insinuaciones eróticas. Su juventud y buena forma la hacían una mujer deseable para cualquier humano común, para aquel que no se encontrara en mis zapatos, y con una vida llena de tabúes y el absurdo respeto para las figuras relacionadas con la religión o estructura que se estaba desmoronando como castillo de arena ante las evidencias y argumentos históricos que la misma institución me estaba proveyendo.
Me miró con esa coquetería natural e irresistible y me soltó el golpe maestro:
- ¿Entonces sí te gusto? Preguntó mientras dejaba ver en el fondo trágico de sus piernas unas tangas rojas que hicieron efecto en mi ritmo cardiaco. Alzó la mano y comenzó a mover su dedo índice invitándome hacia ella.
- Ven. Tengo ganas de sentirte toditito, mi amor.
Sin planearlo, recorrí la breve distancia, repleto de esa adrenalina que hace que la ansiedad y la dualidad dolor-placer se apodere de la sangre, la piel, los huesos, y concluya en la entrepierna con la dolorosa respuesta de las hormonas.
La tomé de los brazos y con sutileza disfruté de sus carnosos labios, deleitándome con el ardor del presente.
Ella interrumpió el letargo cuando su traviesa mano acarició mi pene, con tal sutileza que me hizo desear estallar en ese momento.
Tenía cierta fijación por la rudeza, pues, parados, me volvió a empujar a la cama y se abalanzó sobre mí con besos mortales y lanzando sentencias definitorias:
- Esta vez no te me escapas, m’ijo-, mientras se balanceaba sobre mi pierna y sintiendo mi erección.
Era tanto su ímpetu que nuevamente volvió a vaciar su viscoso líquido en mi pantalón, mientras gritaba por el placer abrumador (supuse). En ese instante se dejó ir sobre mi cinturón con una ansiedad que entorpeció sus manos.
Yo, al ver sus inútiles esfuerzos, reí por dentro, la atraje cariñosamente y le susurré al oído que tuviera calma, que teníamos toda una vida para culminar aquello, mientras sentía que ella seguía meciéndose.
- Al fin y al cabo -le dije-, nunca te voy a dejar.
Aquella promesa la volvió a poner a punto y gritó como gata herida cuando terminé la frase.
Qué fácil resulta prometer y qué difícil es cumplir. Pero ella no iba a rendirse sin pelear. Como pudo zafó el cinturón y me desnudó de la cintura hacia abajo, dejándome un amasijo formado por el pantalón arrugado, el cinto medio zafado, mi cartera y el celular...
En una maniobra por demás rápida se deshizo de su ropa interior y apuntó mi falo con precisión de francotirador hacia su intimidad. Apenas pude zafarme ante su persistente insistencia de ser penetrada.
Estábamos en un forcejeo cómodo cuando el maldito teléfono sonó con insistencia, como con emergencia. Lo levanté en una posición difícil.
- Ha llegado una monja, señor, y sólo preguntó por el número de su habitación. Sin decir más fue hacia allá.
Escuché la voz del joven recepcionista y me quedé congelado por breves instantes. Mi cerebro no lograba procesar la información, pero la lógica gritaba que estaba en problemas. Unos pasos de unos zapatos de goma iguales a los de la monjita...
Le aventé la noticia en la cara a la interfecta y aquello sí calmó sus ganas. Con un frenesí mayor aún a su calentura, buscó sin éxito su ropa interior.
Los toquidos comenzaron a escucharse ansiosos, cada vez más fuertes y repetitivos y después escuchamos la voz de la madre superiora.

Continuara...

Emilio Hernández Jiménez.

Texto agregado el 12-08-2011, y leído por 149 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-08-2011 M’ijo... está reguena la lectura. kone
12-08-2011 a mi me pareció curiosa e interesante lectura Mineth
12-08-2011 Después la gente se arrecha conmigo. Pregunto, ¿desde cuándo caminan los zapatos? (5to párrafo) 1* Murov
12-08-2011 Nunca digas no cuando no debes carelo
 
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