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Cuando se llega a Borinquen por primera vez los ojos son de muy poca utilidad. Resultan demasiado foráneos para asimilar a cabalidad los colores, las dinámicas, las permutaciones del sol, los rostros africanos que recuerdan de alguna sutil manera las tierras del Mediterráneo. Es preferible cerrar los ojos y escuchar: escuchar el incesante ritmo telúrico del suelo sementado, los pasos afanados pero dispuestos según la clave, el scat de los venteros ambulantes, las pianísticas sonrisas de los hombres y las mujeres, los llantos atrompetados de los niños que nunca faltan, las etéreas percusiones de la brisa antillana.
Cuba, la bella, tan sólo aportaría la materia: de sus cañaduzales y tabaco emergieron el son, la guajira, la guaracha, el bolero y sus predecibles combinaciones; pero el pueblo puertorriqueño determinó la forma (lo que hace que el ser sea como es, diría el Estagirita) y entonces fue cuando surgió la salsa: arquetipo de la música latinoamericana, catalizador de los sentimientos más básicos, más primarios, más humanos de la tierra donde los blancos, los negros y los indígenas se destruyeron creando al mestizo, al mulato y al zambo, manifestaciones de una entidad que podemos simplemente denominar con el sustantivo (y a veces adjetivo) “latino”. La salsa –y aquí alguien podrá decir que soy un exagerado (y poco me importaría)- representó en los años de Pink Floyd y Black Sabbath, de Allende y Pinochet, de Pelé y Rivelino un viejo ideal latinoamericano, un ideal similar a la paideia o areté o kaloskagathós del hombre griego, pero no por su contenido sino por su carácter unificador, por su potencialidad nacionalista: la idea de “latinocracia”. La geografía musical de la isla no sólo recuerda el tumbao mezclado con bugaloo o el guaguancó con su clave hipnotizante; evoca asimismo nuestras esperanzas epónimas de soberanía. Bayamón, Puerta de Tierra, Santurce, Monteadentro, Calle Luna, Calle Sol, Ponce Del León, Trujillo Alto, Río Piedras: tierra que suena a salsa, salsa que incita al poder.
Pero como todo ideal, a veces por permanecer en las alturas uránicas termina convirtiéndose en un pétreo bloque de hielo. Y eso pasó con la latinocracia: se congeló. La salsa dejó de rememorar los sublimes pensamientos de los ancestros y se convirtió en un ridículo parloteo monofónico que tan sólo persigue el nónuplo económico, la multiplicación comercial, el llano y antipoético devengo. Las glorias del ayer murieron ayer, dejándonos a los interesados en los ritmos antillanos como nostálgicos historiadores: nos dedicamos al pasado pues no soportamos el presente (musicalmente hablando).
Quizá a esta triste historia tan sólo le falte un pro por comentar: al morir la salsa se pudo disfrutar a cabalidad del tango. Si no hubiese muerto la Fania –figurativamente claro está- no nos hubiésemos deleitado lo suficiente con el Libertango de Piazzolla o la Tanguera de Mariano Mores. Quizá alguna otra mañana, cuando esté igual de desocupado como ésta, intentaré analizar las consecuencias filosóficopolíticas de tan perfecta música.

Texto agregado el 20-07-2004, y leído por 180 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-07-2004 Mi admiración por tan emotivo ensayo que invoca al vudú para que el merengue en su frenética búsqueda del fin, venga en ayuda de todos aquellos que sentimos la epiglotis cada vez que la salsa inicia la descarga. Un abrazo danielnavarro
 
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