ELLA
Quién sos, le dije, porque la niebla no me dejaba ver su rostro, aunque con el vapor me llegara desde lejos un olor a naftalina y el sonido monótono de las gotas al caer una tras otra sobre el mismo pentagrama, desprendiendo una melodía ahogada que iba y venía como buscando dónde quedarse, pero que resbalaba, al fin, sin contención, hacia el vacío.
Por favor, decime quién sos, volví a repetirle en un casi ruego que el eco multiplicaba hasta convertirlo en grito, nada más lejos de mis intenciones, y sin embargo inevitable.
Desde el aire que se iba volviendo cada vez más denso me llegaban palabras sueltas, colores específicos, indicios innegables de que sí, que no me equivocaba, que otra vez había vuelto. Ahora con un nuevo disfraz cubierto de hollín, un vestido que se mimetizaba tan bien con la neblina. La misma de siempre, y siempre otra, porque eso es lo mejor que saben hacer los recuerdos que no quieren morir: disfrazarse maravillosamente para que no los reconozcas, para pasar desapercibidos hasta que al fin lograron acercarse lo suficiente como para continuar atormentándote. Es lo de menos cuán mansa o inofensiva pueda manifestarse la última versión de su aspecto. Si vuelven, es para dejarte temblando, indefensa, buscando alguna punta, alguna señal de presente de donde puedas aferrarte.
No había ninguna duda de que era ella otra vez, esperando encontrarme desprevenida para clavar en mi ilusión de vida real sus dientes despiadados, no para lastimarme, porque en verdad no es cruel, sino como último y postrer intento de retenerme un poco más, antes de que empezara a correr hacia donde el calor del sol pudiera entibiarme y certificar que todavía hay vida en estos huesos congelados.
Te pedí muchas veces que no volvieras nunca más, le reproché, sabiendo que me dolía más que a ella, que era un pedido injusto, y que hubiese dado la vida que tanto me empeñaba en conservar para que no me escuchara. Total, para lo que me sirve esta costumbre de respirar o hacer como que respiro todavía.
No puedo recordar tu voz, le solté al fin, renunciando a toda lógica. Si al menos me hablaras de algún modo que no sea esta nube de telarañas que sin querer te ayudo a tejer, tal vez podría intentar responderte, dije ya para adentro, enganchada en los hilos pegajosos que el vendaval que había desatado su presencia me enredaba en las horas, en el vértigo que me sacaba del sueño apenas había podido conciliarlo.
No importa de qué color se hayan teñido tus silencios en esa oscuridad en la que dormías hasta que al fin te desperté, confieso al fin después de haber huido y vuelto quién sabe cuántas veces mientras ella sigue ahí, helada bajo la lluvia que no cesa, con los harapos de un pasado que se le desliza sobre los hombros vencidos y una trompeta gris que cuelga de sus manos.
Ella, que va dejando caer una tras otra las notas de una música que me recuerda a alguien que ya no soy, alguien que suelta lágrimas como figuras musicales que ruedan hacia un pentagrama que no tiene líneas y mucho menos claves en donde puedan quedar escritas algunas de sus notas.
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