Con la noche, recorrí los rostros bajo el epicentro de sus sueños. Julián, volvía a remontar las paredes de la casa, angustiado y sólo; María resurgía entre los muebles detenida en el albor de sus cristales; Jorge, sólo recaía en lo intransigente de su llanto. Detrás, el laberinto de la habitación huía prolongado en la espesura de los huéspedes, bajo una masa eterna de reproches. Me detuve indemne en los vitrales de sus ojos que caían lánguidos, como un túnel de lamentos multiformes aseverando la desdicha, para internarme con sus iris. El cuarto desahuciaba mi presencia ante las almas, que surcaban el aire de los muertos, junto a un negro aquelarre de disputas. Y el llanto traspasaba las mejillas en una red de sinsabores paralelos; Luis tendido en el sillón, agazapado y tieso; mi padre como un lamento itinerante al ras del féretro, las tías flotando en oraciones ante la incertidumbre de las velas. Cuando desperté de esa algarabía informe, todos seguían allí, tras el sopor de las flores y el incienso rondando la memoria. Julián me acercó sus labios en un adiós rotundo, mientras María plasmaba su calor sobre mis manos; luego las mismas caras, desfilando en un espejismo inútil de huellas y de tiempos. Mis ojos se fugaron en dos huecos confluyentes con los de mi padre, en los muebles inmersos bajo el otoño de la casa, palpitando ilusos mi regreso. Detrás, el universo de sus cuerpos como un retrato perpetuado en mis retinas; mi padre, Julián, Jorge y María junto a las tías habitando un absoluto de inciertos, uno a uno desangrado como un mártir, a través de los instantes.
Ana Cecilia.
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