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(A Germán Espinosa quien en su existencia erudita sabrá perdonar este burdo homenaje)

Allende a la lontananza trasatlántica observada desde lusitánicas tierras de canícula, más allá al límite lineal que da paso a la imperceptible curvatura planetaria otrora abismo postrero de una llana irrealidad regida por Kraken y una legión de foscas entidades, acullá a la zona de fractura de Kane y muy cerca de la llanura abisal de Ceara se encuentra la tierra del héroe de otras historias, de otras tragedias, tierra acogotada por la Era Moderna pero destinada a una mística liberación antecedida de subrepticias invasiones usurpadoras de tierra y poder, enriquecida por el amalgama dionisiaco de razas disímiles, de culturas disímiles, de seres disímiles pero unidos todos en el sincrético designio del Impuso Inicial, del Principio, del Logos; pero devolvámonos al punto del observador, es decir, a Portugal, o utilizando un giro geográficamente más preciso: Sesimbra, paraíso lusitano desde donde Augusto Ponto rememora su tierra y le duele el espíritu, sufre en la lejanía, en su condición de extranjero rechazado por los marmóreos mohines de los no tan pocos europeos octacentistas, períclitos, inamenos, convencidos de una vetusta superioridad racial y cultural, pero ignorantes de su situación fractal dentro de las circunstancias actuales del mundo y las reflexiones del bélico jefe, ése que es del norte pero con tentáculos interoceánicos; pero Augusto le importa muy poco todas esas consideraciones políticosociológicas: él tan sólo ansía a Helena, melisma dodecafónico titular de una belleza onírica y nunca –gracias a los dioses- meramente plástica, Helena, su particular joya aquea, su princesa aquilatada, su maja carnal, visceral, real, sin flacuras vulgares como lo impone la incultura norteamericana ni gorduras obtusas como las del supravalorado Botero, porque la mujer perfecta, al menos desde la estrechez subjetiva de Augusto Ponto, es la que cumple el ideal griego de la justa medida, ni demasiado ni demasiado poco, y Helena, ella, tan sublime, tan excelsa, tan egregia, pondría a dialogar al contrahecho Aristocles, más conocido por su apodo peyorativo, Platón, el de los hombros grandes, inmensos, hercúleos como la belleza epopéyica de la mujer de Ponto, ésa que en ese mismo instante, como guiada por un instinto compartido con su amado, como si en aquel momento sólo fueran una misma realidad hipostasiada, angustiada, sumamente triste, busca el sitio más empinado de su casa, es decir, la terraza donde las palomas suelen sosegarse, mira a lo lejos, más allá de lo visible que para ella en ese instante es lo citadino, constriñe su mirar desesperado, solitario, trémulo y grita con las fuerzas que roba a su eternidad agonizante, a su poca esperanza, grita a su esposo que está al otro lado del océano que lo ama más que la vida misma y que está dispuesta a encontrarse con él en el vórtice de la inexistencia, y quizá por alguna aquiescencia del aire transportador de ondas sonoras, o algún fenómeno sólo explicable desde la teoría del caos, o alguna característica de un hecho ya analizado por los físicos y la entropía, no sé, las posibilidades son muchas, lo cierto es que Augusto se sobresaltó al escuchar a su esposa, o más bien, al entender su propósito de alcanzar el descanso por la violencia, la eternidad por el dolor, la quietud por el mortal y último movimiento, y lloró, lloró porque él no estaba con ella.

Texto agregado el 19-07-2004, y leído por 155 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
21-07-2004 Es un texto donde el lector no respira, está de principio a fin. No entendí la trama del cuento, pues existen mucha reflexiones, que bien vale explorar... un abrazo ruben sendero
 
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