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La escalera


Siempre me gustó que me contaran historias. Bueno, ahora yo te las cuento a vos, claro que por escrito. Lo que pasa es que yo pertenezco a otra época, a la de los libros, a la de la imaginación. Mi infancia fue distinta que la tuya. Los adelantos tecnológicos aún no habían llegado. Toda la magia que podíamos rescatar los chicos de aquellos años era de la radio, los libros de cuentos, y las revistas de historietas, claro, siempre y cuando pudiéramos comprarlas, o algún amigo las canjeaba por figuritas u otro objeto valioso, tales como una rana disecada, dos bolitas de vidrio de aquellas “únicas”, un ovillo de hilo de algodón para barriletes o la figurita “difícil” de la colección. Eran otros tiempos, hijo mío. Sin embargo, no me parecieron malos, al contrario. Hoy que ya estoy a punto de entrar cronológicamente en la tercera edad, puedo decirte que disfruté tanto con aquellos juegos inventados, hablando con mi familia de muñecas que me miraba impasible con sus ojitos de vidrio azul.
Tal vez te rías de esto, pero armábamos tortas con arena de la obra de un vecino, en un viejo molde que mamá había desechado, las adornábamos con flores del jardín. Hacíamos comiditas para nuestras muñecas. Y todo era diferente.
La historia que va hoy se refiere a algo casi esotérico o espiritual. Te explico, los chicos no teníamos acceso como hoy a la información. Sabíamos poco y nada de todo, y, fundamentalmente, creíamos en los adultos. Algo que a ustedes hoy les resulta difícil ¿verdad?.
Mi casa paterna, estaba ubicada en un barrio humilde, de gente que trabajaba en diversas cosas y mantenía una solidaridad vecinal increíble. Tenía esta casa un enorme patio con muchos árboles, de especies que a lo mejor ni conocés, un paraíso, que mi papá plantó cuando yo nací, un ceibo, un eucaliptos, cuatro transparentes, que formaban una glorieta delante del gallinero, donde mamá tenía filas de plantas en macetas, latas u ollas viejas pintadas prolijamente. En la parte delantera del patio, había una pérgola (Te preguntarás que es eso) es una especie de techo que se forma con una enredadera, en casa era una madreselva, la que nos daba sombra y perfume en verano.
La familia era grande entonces, papá, mamá, mis dos hermanos, yo, el abuelo Agustín y la tía Flora, hermana de papá.
Por aquella época, mi hermana estaba preparándose para tomar la primera comunión. Y andaba todo el día de acá para allá recitando las preguntas del catecismo. Yo, algo había aprendido a leer, de tanto verla a ella y a mi hermano con sus libros de la escuela. Así que me tenía intrigada ese libro con figuras de ángeles y santos.
Una tarde, que mamá y yo estábamos leyendo cuentos, le traje el catecismo. Y le pregunté quien era ese señor de largo pelo blanco y barba con ojos grandes que aparecía entre un montón de nubes. “ Es Dios”, me dijo, “¿Y dónde está?” pregunté yo. “ En el cielo, fíjate cuantas nubes que tiene alrededor”. “¿Y esos que están ahí con él que son?”. “Angeles, son los que cuidan a los chicos en la tierra, y le cuentan a Dios como se portan”
Me quedé mirando a mamá sorprendida, yo nunca había visto a mi ángel. Pero ella me dijo que no se veía, pero que siempre estaba cerca para cuidarme. Desde entonces empecé a portarme mejor y a mirar de reojo para ver si lo encontraba. Tenía yo en ese momento cuatro años, pero una imaginación tan frondosa como la que fui cosechando con los años, y todavía conservo.
El abuelo Agustín tenía ya entonces muchos años, y se enfermó. De un día para el otro, se murió.
A mí me llevaron a otra casa. Pero alcancé a ver cuando me iba, que sacaban el enorme ropero del dormitorio de mis padres, con esas enormes lunas en sus tres puertas, en las que pude ver mi imagen triplicada con cara de susto.
Cuando días después pregunté por el abuelo, mamá me sentó en su falda y me dijo que se había ido al cielo. “¿Con Dios y los ángeles?”. “Sí, con ellos, es un lugar muy lindo y lo van a cuidar mucho.” Yo me puse muy triste, porque adoraba a ese anciano cascarrabias que solía retar a mi papá, que ya tenía más de cuarenta años, tratándolo de “mocoso insolente”, mientras defendía alguna travesura nuestra.
“¿Y no lo voy a poder ver más?”. Mamá me miró como dudando lo que iba a decir. “Bueno, puede ser. ¿Ves, ahí en el patio, el eucaliptos?. Bueno, tal vez, Dios le ponga una escalera algún día, para que pueda bajar y venir a verte”.
Yo me quedé mirando el enorme árbol de más de seis metros de alto, desde mi estatura, el cielo quedaba ahí nomás, cerquita de la copa de hojas oscuras.
Y pasó el tiempo, pero parecía que el abuelo lo estaba pasando bien allá arriba porque no bajaba.
Cuatro años más tarde, yo ya había hecho mi primera comunión, empezado la escuela primaria, y sabía muchas cosas, pero, siempre esperaba que el abuelo volviera desde donde estaba.
Entonces fue mamá la que se enfermó, gravemente, y una mañana de octubre, también me mandaron a casa de una vecina, a jugar. Pero no quise quedarme, me escapé, y volví a casa, entré corriendo a la galería y allí estaba el enorme ropero de tres lunas, y mi imagen triplicada con cara de susto. En la cocina encontré a papá llorando. Me alzó sobre sus rodillas, me abrazó fuerte, y me dijo, “Mami se fue al cielo”. “¿Con el abuelo, Dios y los ángeles?” “Sí”, Recuerdo su cara mojada por las lágrimas, entonces le dije “No llores, ¿sabés?, mami me dijo que cuando lo quisiéramos ver al abuelo, se lo pidiéramos a Dios, y él le pondría una escalera junto al eucaliptos, y por allí vendría, ahora que ella se fue, también podrá bajar por allí y la veremos, no llores”. Papá me abrazó más fuerte y no dijo nada.
Cuando me llevaron a despedirme de mamá, a la habitación de la que sacaran el gran ropero, la vi, tan quieta, su frente estaba tan fría, sus manos hermosas tenían el rosario de la comunión de mi hermana. Entonces pensé que tal vez, no pudiera volver por esa imaginaria escalera que yo imaginé, durante varios años, sería blanca, larga, y que los ángeles la rodearían con flores y cantos.
Me fui al patio, y miré hacia arriba, vi un cielo celeste y brillante, sin nubes, el eucaliptos se erguía majestuoso en medio de los otros árboles, con su corteza rosada y sus hojas oscuras en las ramas altas.
Tal vez fue en ese momento en el que mi infancia terminó. Donde la inocencia de creer se me puso amarga y empecé a dudar que Dios me pusiera una escalera para poder regresar a mis seres queridos.
Doce años más tarde, un ciclón, tiró abajo el eucaliptos, sus ramas entraron por las ventanas de la casa, llenando todo el ambiente con su aroma especial que nos aliviara de los resfríos en invierno.
Fue como la demostración fehaciente, que nunca ya podría haber una escalera desde el cielo, que a pesar de los años pasados, yo todavía seguía esperando.

Texto agregado el 19-07-2004, y leído por 295 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-08-2004 Y sin embargo la escalera siempre estara ahi para el dia en que ella tenga que subir con su madre y su abuelo.. Muy Bello! loladelanoche
 
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