El diagnóstico era neurosis, nada especial en realidad, aunque me disgustó que sonriera cuando explicó pacientemente lo que eso significaba. No entendí una palabra, pero ya había decidido someterme al tratamiento porque no soportaba más mis permanentes arranques de ira. Traté de controlar la furia que sentía ante la sonrisa autosuficiente del terapeuta, y continué escuchando su disertación. Recuerdo algunas de las frases que dijo, por ejemplo: canalizar la ansiedad, elaborar el duelo por las inevitables pérdidas, sublimar los deseos de agresión en actividades creativas, interpretar sueños para descubrir deseos inconscientes y toda una serie de palabrería psicoanalítica.
Salí de allí más enojado que nunca, y me desquité gritándoles a los otros automovilistas mientras conducía rumbo a mi casa. Al detenerme frente a un semáforo, uno de ellos bajó de su auto, me golpeó con el puño cerrado en pleno rostro y se fue sin que pudiera reaccionar.
Ahora estoy en casa colocándome hielo en mi ojo magullado y estoy bastante mejor; pero tengo una duda: No sé si me calmó la visita al profesional o el terapéutico golpe que acabo de recibir.