El hábito (V)
Quedé impactado con las confesiones de la monjita. Aquello no era nada antinatural pero sí, para mí, sorprendente su ingenuidad rozando en la candidez.
Esperando al nuevo día y con el insomnio instalado, revisé las copias del libro de don Francisco, además de cosas que ya había investigado. Algunas otras me dejaron sorprendido: un hábito como el de la monjita era usado como pantalla para -dentro de él, en dobles y triples bolsas- cargar balas y llevarlas a los desgraciados combatientes; múltiples fraudes documentados con nombres y cuentas de banco, recaudaciones forzosas (en nombre de los caudillos... que nunca llegaron a su destino final) en armas, caballos y demás menajes de guerra para los combatientes.
Y, para mi sorpresa, un grupo de religiosas dedicadas a dar “servicios especiales” a los mandos medios del ejército cristero. Además, en ese fragmento del libro de don Pancho e intentando novelizar el hecho, la narración de cómo una mañana, muy de madrugada en el cerro del Carretero -donde estaban instalados por órdenes del general Gorostieta-, llegó un grupo “especial” de las llamadas Bbs enfundadas en el mismo hábito que usaba mi monjita, para darles “servicio personalizado” a los sacerdotes combatientes, entre ellos un tal padre Vargas, de quien se decía que era tan recio y hosco como el mismo Villa (por algo se había ganado el apodo del “Pancho Villa con sotana”).
-Pásele, madrecita, es un placer recibirla.
Después de abrazos efusivos tanto por la llegada como por lo que traían de contrabando las religiosas, y tras el recibimiento cálido (como se debía) con vino de consagrar, pues la ocasión lo ameritaba, según escribe don Francisco Gómez, los padrecitos y las monjitas se encerraron toda la tarde y las carcajadas que se escuchaban afuera no parecían ser suscitadas por la adoración al Santísimo sino que, sabiendo que se encontraban en el filo de la navaja, seguramente se dejaban llevar por las disipaciones de la vida.
Por si fuera poco, a mí me tocó llevarles agua para que se refrescaran. Al día siguiente las monjitas habían dejado de lado el hábito y andaban con ropas más ligeras y estaban acostadas en las camas de campaña de los sacerdotes... No voy juzgar pero, ante lo evidente, uno puede deducir que aquello del respeto a sus votos en esos momentos quedaba de lado.
La despedida fue igual de efusiva; tanto, que el padrecito propinó tremenda nalgada a una de las monjas, levantándole el tan mentado hábito.
Cuando, bromeando, le dije al padrecito: “¡Estuvo buena la fiestecita, padre!”, él me reprochó enojado y tajante: “¡Ocúpese de sus asuntos, porque este no es uno de ellos!”.
Ese comentario y la amistad y cariño que le profesaba a Victoriano me costaron su enemistad. Unos días después, escuché cómo el mismo padre Vargas reprochaba a Victoriano su conducta licenciosa y degenerada, según él. Pero yo estaba ahí, lo vi y escuché todo.
-¡Usted es un soldado de Dios y no puede andar por la vida con tanto desparpajo y con tanta desvergüenza. Ordene su vida y no tenga más mujer que la legítima!
Y Victoriano, en su ignorancia, le contestó con sabiduría:
-¡Las cosas de Dios son unas y las de los hombres, otras. Y legítimas... pos todas. Yo no hago a ninguna a la juerza, ellas se vienen conmigo por su voluntad!
El padrecito se percató de que lo estaba sermoneando delante de mí; yo bien sabía que tenía cola que le pisaran.
No eran cosas nuevas para mí. Ya en algunos documentales y testimoniales lo había visto; lo que sí era novedoso eran “las transas del clero”, pero luego una confesión del Sr. Gómez vino a darme luz a una duda: hablaba nuevamente, intentando narrar cómo Gorostieta -en complicidad con mandos medios y superiores- traicionó a sus propios caudillos en aras de recuperar el poder conferido por el mismo Portes Gil.
-Mandé a un hombre con la orden de juzgar, sentenciar y ejecutar a Victoriano por insubordinación, malos manejos de recursos y desobediencia militar; que se le juzgue y ahí mismo se le dé muerte al insurrecto por ser una amenaza para la causa.
Vi cómo la cara del padre Vargas se iluminaba de gusto. Era increíble que un hombre que les mantuvo vivo el movimiento, ahora fuera hecho a un lado por intereses mundanos. Fue ahí donde empecé a dudar de si Dios realmente estaría de acuerdo con el movimiento y con sus actores.
Regresé a las páginas intermedias para releer lo del padre Vargas y su afición por las fiestas, y leí una confesión más de don Pancho:
-Conocí a Juan mucho antes que al padre Vargas; él era su secretario particular por decir así.
Un día, en los vapores del alcohol, me confesó que los encargos más frecuentes del sacerdote y su grupo de amigos era ir a los ranchos por doncellas para él y sus amigos, y que existía un grupo reducido de allegados que buscaban hombres o incluso niños.
Estaba leyendo con asombro las notas de don Pancho, cuando mi messenger me anunció que la monjita estaba en línea:
-¡Hola, m’ijo! ¿Sí vas a querer verme hoy?
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