Ni te fijás en mí.
Ni tenés tiempo para nada.
Con lo que esas cosas duelen.

Sí, con lo implacable que es la vida, cuando te hacés viejo, te empezás a poner cansino, ya ni siquiera un buen chiste te arranca una sonrisa. Y te veo, ahí sentado, con tu taza de café, que al principio está humeando, pero tengo la certeza que en el momento menos pensado podrá dejar de lanzar ese vaporcito en el que parece te perdés y te la beberás de un trago. Después te vas a quedar otra vez, en esa manera tan ridícula que tenés para hacer que el mundo tome nota de vos.

A las dos de la tarde, tomás tu vieja mochila y salís del pequeño café.
Yo me pregunto a dónde vas o qué hacés después de salir de ahí.
Y te sigo.

Voy pensando en que si te volvés darás con mi cara y te pondrás violento. No sucederá, porque vas como Hansel y Gretel, no sé si buscando o dejando un rastro inútil. Pasa un carro de esos viejos, esos que por fetichismo hacen que te quedés parado. Trato de ver que hay en tus ojos, pero sólo alcanzo a ver dos viejas cuencas que parecieran estar perdidas en otra vida, otro tiempo, qué sé yo.

Luego seguís con esa absurda y tonta manera de caminar, como si tuvieras el peso del mundo sobre tus espaldas. Me pregunto muchas veces por qué te torturás de esa manera tan fraccionada, porque cuando llegués a tu destino no habrá piedra sobre piedra que no conozca tu nombre. Pero por ahora vas ahí, diez o quince metros delante de mí, diez o quince metros atrás yo de vos. En algún momento perdí la vida o perdí la noción de que soy, la noción de pensar en mí y me fijé más en lo que sos. Un absurdo.

Dejaría todo por aprender un poco de lo que fuiste, daría todo lo que quedo atrás por un minuto cerca de vos. Pero ahora estás muy lejos.

Te quedás parado frente a una vitrina, yo finjo que compro un helado o alguna golosina. Ni a la izquierda, ni a la derecha, tu mirada está pérdida en la vitrina. Mientras más trato de diferenciar que hay para ver, nada. Sólo tu reflejo a lo lejos, sólo tu reflejo. Después, en tu patética forma de caminar, seguís el rumbo trazado, y te sigo. Cuando paso frente a la vitrina, trato de no volver la mirada, porque me da miedo encontrarme tu reflejo, me da miedo pensar que no soy yo el que está ahí sino otro, o tal vez todo lo contrario.

Me voy acercando cada vez más. Siento que el riesgo no vale la pena, pero que es mejor eso a no tener una vida que lanzar en cualquier barranco de la ciudad. A tres o cuatro metros. Paso frente a vos. Te volteo a ver a la cara, pero no me miras, sólo esas cuencas vacías, sólo ese montón de carne pegada a la piel. Y empiezo a caminar más rápido, tengo miedo de que me veás a la cara. Y sé que venís atrás de mí.

No quiero seguir con esto.
Hay algo que debo lanzar al primer barranco que encuentre.
Pero nunca hay valor.

Sigo huyendo de esto que me persigue. Sé que debo llegar a la puerta y quedarme afuera. Esperar. Después, se pondrá a mí lado. Y quedaré ahí. Lanzado por la orilla del mundo, atrás de una puerta.

Seré el disfraz que usás.
Serás la máscara que siempre sos cuando no estoy yo, después de todo, qué soy, menos que un perro faldero, menos que tu guardaespaldas, menos que nada. Aquí te espero. Porque cuando salgás, la careta la vas a necesitar otra vez.