Hacer las cosas deliberadamente mal
Digamos que llegamos a algo así como un acuerdo. Digamos que borras de mi rostro a pequeños lametazos toda huella de niña bien. Cómeme la nariz si quieres, es demasiado perfecta. Quiero que inyectes en el azul de mis ojos toda la mala leche del mundo. Va, hazme ese favor: no más cielo indolente ni restos de nubecitas en mis pestañas, no más paraísos de islas naufragando en mi iris, no más templanza celeste haciendo diana en mis pupilas.
Quiero que muerdas mi lengua para no decirte nunca (nunca, nunca, nunca) que te planches las camisas, que te afeites, que sonrías a mi mamá, que busques un trabajo decente, que duermas por la noche y vivas por el día, que dejes ese vicio de lamer trescientos pezones a la semana, de beberte todos los posos de los frasquitos de mis perfumes, que no bosteces cuando te hablo (como ayer, que te dormías mientras te comentaba ese documental de Chate Baker que es una delicia).
Anda, ven. Hoy me dejo hacer lo que tú quieras. Tengo los pechos transparentes, como a ti te gustan, habitados por genocidios, por todos los disparos, todas las bombas, de la Segunda Guerra Mundial, por un perro rabioso, por una chica que se lo monta con un caballo, por cerdos hijos de puta que no se quitan la corbata ni para follar a sus mujeres, por un cáncer de hígado, y otro de pulmón, por una margarita deshojada: lo mato o no lo mato, me mata o no me mata, por una poesía rimada -con un encabalgamiento en la octava sílaba- que habla de las nefastas contraindicaciones del true love.
Quiero que me presentes a tus padres, y mientras tu mamá me sirve una taza de té con galletitas y tu papá babea por mi escote, meterte la mano en la bragueta y descubrir intacto el deseo de cuando tenía dieciséis. Quiero que vayamos a nuestra sucursal de banco y tomemos todos los papeles de la hipoteca, y los enrollemos uno a uno y nos los fumemos. Quiero ir donde mi jefe y cortarle los huevos. Y rellenarlos con trescientas sesenta y cinco sonrisitas (descontando los domingos) a la nueve, a las diez, a la once de la mañana… hasta lo que queda del día. Y pasarlos por huevo batido, y harina, y pan rallado, y freírlos y engullirlos de un bocado.
No quiero seguir escribiendo cuentos. Quiero vomitarlos, escupirlos, parirlos, cagarlos, transpirarlos, expulsarlos por el ombligo, por los orificios de la nariz y las orejas.
Digamos que llegamos algo así como un acuerdo. Digamos que yo prometo hacer las cosas deliberadamente mal y tú prometes que nunca (nunca, nunca, nunca) intentarás enmendar mi camino. Por mucho que naufrague a la deriva.
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