Por las tardes iba yo, con mi perro a caminar por las faldas del mar. El viento jugaba con las piernas del pantalón, y este hacía ondas en la tela y cosquillas en mí.
El perro y yo caminábamos cabizbajos, mientras las gaviotas aterrizaban en los enormes arenales barridos que deja el invierno. De vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba con sus ojos ausentes aunque llenos de vida. Su largo y jaspeado pelaje se alargaba o estiraba según el tironeo del viento y parecía alfombra mojada, después de salir del agua tras ir por un pequeño madero que yo le tiraba adentro para hacerlo nadar y ver su pelea con las olas. El animal me inspiraba seguridad y nostalgia. Me sentaba en algún lugar, a mirar el siempre curioso juego de las olas y éste echado a mi lado, a veces dormía. A veces jugábamos, tirándonos en la arena y me hacía toda clase de piruetas las que recompensaba yo con abrazos, mimos y todo tipo de afectos. Su pelaje mojado, dejaba mi ropa húmeda y mis libros achurrascados. Las enormes patas caían pesadas en mi pecho cuando se apoyaba esperando algún gesto de mi parte. De las puntas del pelo que colgaban de su pecho, se alojaba arena fina, arena que dejaba el mar.
Con uno o dos libros debajo del brazo, hacíamos la caminata.
Cuando el agua era tibia y el oleaje sereno, el cielo parecía dibujado a mano, los colores violetas, daban un tono todavía más nostálgico a la tarde, de los azules, al naranjo, del naranjo al amarillo, rojo, verde muy claros, etc.
En mi bolso, unos cuadernos en los que intentaba escribir algunos poemas, críticas, cuentos o dibujaba siempre árboles y cerros, cerros y árboles.
Toda vez que podía mi ánimo, me acercaba a los botes a mirar los moribundos peces arrancados de las profundidades, y las jaibas agarradas unas a otras no queriendo morir.
Sacábame la boina que llevaba sobre mi cabeza y la tiraba lejos esperando que mi perro corriera a buscarla. Pero de vez en cuando se cansaba.
Perseguía con ahínco a las gaviotas cuando descendían a comer restos de lo que fuera. Les ladraba siguiendo su carrera aérea y las orejas aplastadas hacia atrás.
El vuelo de las olas me hacía sentir cada vez más pequeño o más grande según mi estado de ánimo. A veces el mar era blanco, otras verde esmeralda, otras azul, azul bajo un sol quemante.
Mi espíritu asustadizo se atemorizaba cuando el reventón de una ola dejaba un eco.
Igual me quedaba para ver como el sol entraba detrás de las bambalinas del horizonte.
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La lluvia golpea fuerte, me azota la cara y me hace bajar el mentón. Mi cabeza escondida debajo de la boina, tras el cuello de mi parca, me protegen del viento helado y desmoronado.
Hoy el mar está más alto, más frío y más blanco. Las gaviotas surcan el cielo en vuelo rasante sobre las olas. Mis pies se hunden en la arena mojada, y por mis rodillas y pantorrillas destila agua. Me acerco más a la orilla del mar para sentir el aroma salino y respirar a todo pulmón el olor de las algas profundas. No hay rocas, no hay obstáculos. Mi perro juega con el velo de espuma que dejan las olas. El cielo está blanco y la lluvia es como sábana en medio de la noche.
Se me ocurre llevar una grabadora y un cassete para guardar el rugido ensordecedor de la naturaleza. La meto dentro de mi pecho y grabo.
Me detengo a mirar el juego infinito de las olas, como siempre. Pero ahora las olas no traen sólo agua y espuma. Ahí dentro algo viene, un bulto, una sombra o cualquier cosa que se eleva y hunde. Podría ser mi imaginación producto de mi embotamiento, del ruido o de nada.
Me acerco más a la orilla, pero todo intento de distinguir algo es inútil. Me acerco y alejo, el perro ladra de forma incoherente, tensas las orejas, erguido el cuello, blancos los dientes. Da vueltas por la arena, siempre mirando hacia adentro. Se acerca y aleja. A una orden mía el animal, se lanza a nado hacia el mar, éste lo mueve como a viruta el viento. Intenta avanzar pero no puede. Brazos, piernas, bote, no sé, cualquier cosa puede ser. Empiezo a sentir el peso de mi cariño hacia el bruto, cuando veo y siento su lucha con el gigante. Se me llena el alma de espanto, y una inseguridad como el terror de la noche se apodera de mí. Yo quiero estar ahí para ayudarlo a salir, para pedirle perdón por mi capricho. Mi silbido y mi gesto llega a sus oídos. El animal con la cabeza recortada por el agua, el que ya no era más que un punto; se devuelve. Se devuelve agotado, su nado ya no es ligero, la pena me empezó a sacudir y en un arrebato de mea culpa; tirando mis morrales a la playa me lanzo a buscarlo. Una enorme ola lo lanza varios metros afuera, eso me ayuda a aproximarme. Lo agarro de cualquier parte. Ahora el viento ayuda a las olas y las olas nos ayudan a nosotros. Nos acercamos a la orilla, la lluvia pareciera más tibia allá afuera. Tendidos en la arena, tomo mi tiempo para observar su rápido jadeo… su suave respirar, su mirada profunda. Estoy llorando. Ahora mi perro descansa.
(Cartas Blancas) |