Afuera la lluvia arrecia, para más remate el viento se comporta como si el mismo Poseidón soplase sobre el mar agitándolo dentro de una juguera. Mi vieja camina hacia delante como si flotara, investida de esa aura que pareciera poseerla cada vez que se dirige al culto. Si, al culto, todavía no puedo creer que yo vaya en su misma dirección, realizando esta singular procesión hacia su templo evangélico. Y ella ahí va con su fe que le exuda por los poros. Lo que no entiendo es porque siempre se viste rigurosamente como un cuervo. Es como si llevara a cuestas un luto permanente o que fuese miembro de una secta satánica y que la finalidad de nuestro destino fuera llegar para invertir la cruz ante el horror de toda esa gente mística.
Navegamos por entre las charcas en forma dificultosa, voy quedando sumamente atrás por culpa del enorme saco que sostengo en nombre de la caridad. Desearía ser tan pulento como Jesús que camino sobre las aguas al mejor estilo del gato surfer de Becker. Estoy por las cuerdas, que tiro la toalla porque la paja me consume, porque soy un caso grave de fatiga eterna. Apelo a todas mis fuerzas para seguir en esta suerte de peregrinación, aunque sude la gota gorda y me tiemble toda la “carrocería”.
A lo lejos veo una figura que se acerca. Es mi vecina, la mina más rica, la mujer más atractiva en kilómetros de kilómetros a la redonda. Trigueña, tez blanca, alta, de pelo largo ensortijado, treinta y cuatro o treinta y cinco años, de pechos y caderas abundantes. Camina apurada, como si tuviera mil trámites urgentes que atender. Varios son los años donde la he visto dar vueltas por ahí, con ese aire despreocupado, con ese garbo de princesa gótica, de “femme fatale” indiferente a todo. Le contemplo embobado, dudando si ella es real, si es la villana de mi teleserie favorita o la puta más codiciada del barrio rojo de Amsterdam. Pasa junto a mi lado y enhebramos una mirada que me inflama por dentro en solo dos segundos, tan violentamente como para poder vivir otras dos décadas evocando esa mirada al igual que un tesoro entrañable. Que ojos y que fuerza es la que irradian. Dejo que el saco se deslice por entre mis manos sin querer, ahora no es más que un amasijo húmedo de lodo. Mi madre está furiosa, a punto de estallar debido a la ira que le acomete. Trato de no respirar, creyendo que hasta eso le molesta, creyendo incluso que recrimina a mi padre en su silencio, por no haber usado condón en el momento de mi concepción.
Atravesamos la plaza que se encuentra a medio camino del templo. Mientras avanzamos vemos a una pareja besándose debajo de la lluvia. Mis vivencias en torno a dicha plaza se hallan desprovistas de un carácter tan romántico. Recuerdo que para el año nuevo del 97’ estuve con una mina sentado en uno de esos escaños. Una chica punk, hermética y de fuerte temperamento, como la mayoría de las de su especie. Ella comenzó a simular que andábamos en una moto. Ella por delante y yo por atrás. Mis manos en sus muslos y mi nariz olisqueando el aroma a “pachulí” que emanaba de su cuello. Después quise avanzar de nivel y empecé a darle chupones por donde podía, aparte de unos cuantos mordiscos en la oreja, torpemente, pero así y todo ella se estremeció y sus pulsaciones se aceleraron febrilmente, al igual que las mías, lo que me obligo a estrecharme mucho más a su cuerpo y subir mis manos por su torso hasta acariciarle las tetas con nervioso afán. Por un instante río gozosa, me tomó las manos y las dejó alrededor de su cintura, para luego sorprenderme. Volvió a retomarlas y las condujo por debajo de su pantalón. Yo era virgen y por primera vez supe de una concha. De un coño ardiente, resbaloso y mojado que me causo la mayor de las erecciones que había tenido hasta ese entonces. Sus gemidos me dejaron a punto de acabar, estaba hirviendo, caliente como un perro, pero esa noche no lo hicimos sobre el pasto porque yo no tenía “oficio” y porque con suerte sabía masturbarme. Tenía dieciséis, ella diecinueve o veinte años. Actualmente, ella aún sigue viviendo cerca de mi casa, a veces nos topamos en la calle y nos saludamos. Ahora le sobran los kilos al igual que yo, con la diferencia que está repleta de críos.
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