Frente al fuego sofocante obrado por la extraordinaria chimenea se encontraba Lucas lisonjeando la piel de una horripilante bestia de color púrpura y de ojos traspasados por un haz de luz de mala entraña, ¡mi canto!, ¡mi sol!, ¡mi tormento y mi aliento! le decía… y le exhortaba, no lastimes mi mano ni entristezcas mi alma, y la bestia solo rezongaba y acumulaba reflejos homicidas, y su tata solo y en el banco de la paciencia, esperando algún resultado de tanto cariño otorgado al mal concebido leviatán, que con su boca hecha fuego y quema, y luego mata, y de su cuerpo expide peste, que para Lucas es aroma de vida, vida, que se le está terminando por tanta entrega y desembolso de angustias y penas, que la bestia no comprende tanta valoración a su actitud, y Lucas da cátedra de lucha y la bestia no entiende, pero llega el momento esperado por Lucas, un benefactor llamado obligación que asota al retoño de Lucas, y Lucas aunque sufrido y acabado por las actitudes pasadas de su hijo, ahora libre dice… ¡he cumplido! Y luego muere. Su hijo por otra parte se halla sentado frente al fuego incandescente de la misma chimenea, esté hijo que tanto daño causo ahora se llama Lucas, el mismo Lucas que todos conocemos, y del cual algún día sentimos pena. Cuando miren a un Lucas, no opinen, solo mediten en esto y Fin. |