Y abrió la última página de un libro que comenzó leyendo por la mitad, entre dos personajes que dialogaban sobre la existencia efímera que tendrían cuando el lector llegara al final del libro. Este dialogo entre aquellos dos personajes hizo que el lector una vez cerrado el libro de tapa dura color negro, y luego de que lo guardara dentro de un cajón debajo de su cama, pensara por breves instantes que él al igual que los personajes de su libro existía también gracias a la lectura diaria que realizaba un lector supremo de una obra escrita y la cual continuaba siendo escrita por un demiurgo supremo. Un libro secreto, el cual titulaba: “El origen de los destinos”, el cual revelaba la creación del universo, la relación directa con la variación de los sucesos como un dominó perpetuo, regulado por la ley generadora del cambio, la ley de causa y efecto. Cerró los ojos y aquél libro finalmente se abrió, desplegando sus hojas como si fueran agitadas por un potente viento, entonces comprendió que pretender variar el destino de un hombre era ingenuo pero sucumbir sin hacer nada ante el enorme ojo del gran lector era cobarde, así que al descubrir que el último capítulo del libro, en el cual era él el personaje principal, tenía los párrafos contados, se armó de infinito valor y sujeto entre sus vigorosos dedos una lanza dorada deslumbrante que palpitaba junto a su corazón mientras las venas de su brazo iban engrosando y delineando la contextura de su piel haciendo traslucir una musculatura perfecta. Empezó a correr sujetando la extensa asta con la mano derecha, cual si fuera un lanzador de jabalina en medio de una olimpiada imaginaria, corría con tanta velocidad que en breves segundos se distanció de su primaria forma humana, y tomó la apariencia de una estrella fugaz. Fueron tan potentes las energías que desplegaban sus piernas que de estas brotaban candela viva, aquella colina era enorme, era gigantesca, era tan elevada que de pocos se tornó en un majestuoso nevado andino cuya cúspide traspasaba las nubes de manera infinita, él continuaba desplegando sus vigorosos muslos de manera violenta cual si fuera una maquina imparable. Cuando llegó a la cúspide se lanzó al vacío y arrojó la jabalina al cielo pregonando un grito ensordecedor “no me matarás”, con dirección al infinito con una potencia jamás imaginada. Su cuerpo fue cayendo en las profundidades del abismo sumergiéndose en la extensidad de una gran nube blancuzca, mientras la garrocha extrañamente fue ascendiendo surcando los cielos cual si fuese un meteorito endiablado llegando a los confines del universo formando un punto microscópico en el firmamento para desaparecer luego. Fue en ese preciso instante en que de la página de libro emergió una especie de astilla y se incrustó en el ojo derecho del lector, éste inmediatamente soltó el libro sobre su cama. Llevó las yemas de sus dedos hacía el ojo irritado y empezó a frotárselo descomunalmente. “Ay como me arden los ojos”, dijo en voz alta, luego pensó en silencio: “eso me pasa por leer sin usar lentes y con esta pobre iluminación”. Apartó la última página del libro con su separador de cartón y puso el libro sobre su mesa de noche. “Estoy cansado, mañana terminaré de leerlo”, concluyó segundos después de apagar la luz.
Cusco, 01 de agosto el 2011.
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