Cuando mi madre, María Esbirra, escuchó tras del portón, la impecable melodía en el piano que mis dedos timoratos podían interpretar; decidió tajantemente terminar con las clases que me impartía Lidubina hermana de la orden de las Trinitarias. Pues se le antojaba inverosímil que yo, su hijastro bastardo y pusilánime, aquejado por un defecto congénito en el ventrículo izquierdo, sirviese para algo bueno en esta vida.
No solo la exacerbaba mi repentino talento para la música, que contrariaba todas sus creencias sobre mí, sino que ella bien sabía que podían ahorrar el quintal de especias entregado a cambio de mi educación y por ningún motivo ella iba a permitir que se desperdiciara en un crío sin esperanzas de llegar a heredar.
Esta única vocación frustrada, me obligó a trabajar como asistente de segunda línea, en el pasquín que mi padre regentaba con autentica fruición. Mi única responsabilidad consistía en decorar, los epitafios que los deudos redactaban, con motivos florales o algunas veces trazando una viñeta con un córvido o un cérvido, copiadas fielmente con mi tiralíneas alemán. Así soportaba una vida discreta, sin conocer mujer y evitando que el odio de mi madre, le incitara a ahuyentarme definitivamente del hogar.
Sin embargo fue un pequeño error de imprenta el que me empujó a una nueva vida. Debido a mi torpeza, unas pequeñas partículas de tinta cayeron en el rótulo del epitafio de la señorita Helena, tachando su decoroso nombre de difunta y condenando a su hermano -Elí el talabartero- quien irremediablemente murió esa noche víctima de peste negra.
A la mañana siguiente la noticia escabrosa del epitafio profético, recorrió todo el pueblo y me dotó a mí, que solo he sido parte de listas negras e incorrectas, de un poder supra natural de decidir con mi tiralíneas los destinos funestos de este pueblo. Así que aquí estoy recostado en el sillón, jugando con la tinta, esperando que la enfermedad del Monseñor Mario se agrave para ajusticiarte, madre mía.
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