Se deslizaba pesadamente en dirección a los labios entreabiertos; una lágrima gruesa, tenaz, inaudita. Por las comisuras, el cauce de hilillos carmesí se precipitaba en un persistente goteo sobre la almohada tocada de tonos bermejos.
Otra más menuda se alojó desfalleciente sobre la barbilla.
Movió la cabeza con lentitud, como asintiendo.
Balbucía incoherencias.
Fascinado por la abyección repasó con los dedos ambas filas de dientes opacos, aspirando repulsivamente el denso hedor de las piezas dentales corrompidas.
“¿Crees que no tengo sentimientos?”
Ojos de hielo amarillento lo observaban ambiguamente. La mente conturbada creyó ver en esa expresión un sesgo de insolente fingimiento. Pestañeó confundido iniciando una inclinación de cabeza.
Bajó los párpados y apretó las mandíbulas.
Presa de excitación extrajo el fino puñal hundido en el abdomen; con ademán despiadado se lo volvió a hundir entre las costillas.
Un pringue viscoso se deslizaba sobre el torso de la mujer semejando un enorme cardumen de feroces peces encarnados en busca de otra presa.
Tecleó impíamente sobre la frente insensible de la víctima.
Extrajo el arma de hoja estrecha y opaca; lo limpió cuidadosamente en el cabello de la occisa. Vacilante, repasó el filo sobre ambos antebrazos exangües sin herirlos.
Se incorporó de la cama.
Del interior del saco abandonado con descuido sobre una silla cercana retiró una fotografía. Aguantándola con dos dedos sobre una de las puertas del placard tajó una cruz sobre la cabeza de la ardiente mujer, acuclillada y con el miembro de su amante introducido en la boca. Con rigor homicida llevó el brazo hacia atrás; odio y rencor impulsaron inconteniblemente los dedos enzarpados en la empuñadura.
Saltaron algunas astillas.
Se tomó la cabeza con ambas manos.
“Malditos…”.
El eco de la respiración entrecortada potenciaba sonidos roncos en el silencio del aposento.
Encendió nerviosamente un cigarrillo. Tras algunas bocanadas profundas se sintió con la mente más clara y ligera. Con exagerado ademán aplastó la colilla en el cenicero. Debía hallar en algún rincón del cerebro un segmento que evidenciase claramente que ella debía morir para que él viviese.
La pestilencia de las axilas saturadas de sudor agrio, y un escalofrío en aumento lo apartaron brevemente de sus cavilaciones.
Tras una pausa de indecisión se dirigió al baño; sin preámbulos enfrentó la luna del botiquín. La imagen miserable de aquellos ojos congestionados y ansiosos le produjo una sensación de espanto. Se restregó la cara con agua y se secó rápidamente.
Volvió a la estancia.
Un ímpetu desconcertante lo llevó a ocultarse detrás del voile del ventanal, como un niño perseguido jugado a esconderse de la mamá rezongona.
Lloraba en silencio; se alisó el pelo, introdujo la mano en el bolsillo. Coloco la vaina de cuero y su contenido contra la pared en la que estaba apoyado dejando que cayese por su peso.
“No es verdad…”
Transido y agobiado por la fantástica revelación del hecho criminal, arrancó de un tirón soberano el fino paño tejido en seda recubriendo con él parcialmente el cuerpo yacente cuyos pies, demacrados y tiesos, exponíanse grotescamente.
Un relámpago de tragedia le cruzó por la mente.
Espió por la ventana. Un avión lejano recortaba su estela vaporosa en el cielo celeste.
Caminó unos pasos hacia la cama, tiró con cuidado de los gélidos tobillos, no quería mancharse. Tras un golpe sordo dio con el cuerpo en el suelo. La criba de costras y rastros frescos de sangre le hizo vomitar por varios minutos. Tosió bilis y miedo convulso.
Abrió ampliamente los canceles de la ventana. Absorbió con desesperación el aire frío de la tardecita. Dispuso el cadáver boca abajo; una amplia huella brillosa delataba el tétrico remolque sobre el parquet.
No sin esfuerzo lo izó nuevamente de modo que descansase con el cuerpo arqueado por fuera del borde externo de la ventana. El cuadro reproducía de algún modo la ridícula posición del detestable truhán, machucado a palos, sobre el canto del retablo titiritesco, por el “príncipe bueno” del guión.
Con el dedo en el mentón sopesó la situación.
No satisfecho se aseguró de torcerle suficientemente el cuello a fin de dar la impresión, desde abajo del edificio, que un curioso espectador, extravagante y arriesgado, se interesaría en el tráfico callejero varios pisos vista.
Asumió una erección incontenible. Exasperadamente desencajó la mandíbula. Exorbitó un grito angustiado.
En caída libre y con el cuerpo en zafarrancho su voluntad apagada registró con horror los ventanales que se sucedían ineluctables en tanto traspasaba el vacío como una bala infalible.
LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Julio de 2011
Derechos reservados
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