Siempre se levantaba temprano para tener todo en orden al desayuno, era incansable.
Fue la única vez que he visto los vidrios permanentemente limpios, los roperos perfectamente ordenados y la casa reluciente.
Se quedaba a dormir porque todavía no estaba lista la casa que construía con sus propias manos, a veces, me invitaba a ver el avance y yo recorría con la curiosidad propia de niño, el lugar. Una casa más allá vivía el “pata de lana” que era dos años mayor que yo, amigo con el que jugaba en mis esporádicas visitas.
Carmen tenía el pelo casi azul de tan negro, unos ojos negros misteriosos y chispeantes, piel color mate y bonita figura. Su aspecto me hacía pensar que era una especie de princesa aymara.
Realmente era bella, además de tener una fortaleza de carácter inquebrantable, conseguía todo lo que se proponía.
Era una experta cocinera y después del almuerzo charlábamos al sol un rato mientras cepillaba su cabello que previamente había lavado con quillay, de las cosas de la vida, de su hija, de su marido que dejó, en fin de todo un poco. Yo la quería como a una segunda mamá.
No fue raro ni inesperado su reencuentro con el amor, por lo que nos contó que se irían de Vallenar, más al sur me parece. Le costó trabajo dejarnos, un día cuando llegué del colegio ya no estaba. No quiso despedirse de mí, era mi amiga y le daría mucha pena supongo.
Nunca más la volví a ver, pero todavía la recuerdo, es que aprendí tanto de aquella sencilla mujer.