Sí, lo confieso: tengo la costumbre de recoger pequeñas piedras de todas partes y no soy geóloga ni nada que se le parezca, sencillamente las atesoro. Sí, pedruscos y guijarros de los caminos, de los lugares a donde voy, tengo piedras y más piedras, todas pequeñas, pero con un profundo significado para mí. Porque cada una de ellas tiene en sí misma toda una historia que contar, una historia enigmática, así que intento descifrar su biografía una a una según el sitio de donde la recogí. Sí, colecciono piedras porque nada hay para mí más genuino, universal, ancestral y perteneciente a un sitio, a un pueblo a una identidad que ellas en sí mismas. Sí, porque son antiguas. Sí, porque han recorrido. Sí, porque de alguna manera han sido protagonistas y testigos de la historia. Y sí, porque claramente han estado presentes en la Tierra desde los tiempos de los tiempos.
Trataré de explicarme; para mí tiene un gran valor el hecho de darme el tiempo de acariciar a un perro… o a cualquier oro animalito. De aspirar hasta el fondo el aroma del café recién hecho antes de tomarlo. De disfrutar a quienes amo o paladear lentamente un trozo de chocolate sin pensar en más nada. Darme el tiempo eterno, el tiempo sin tiempo, el tiempo sin retorno. Obtener el tiempo de donde en apariencia, no existe más. Contemplar mis manos, y sentir esa emoción, esa sensación de estar viva, como si de pronto me diera cuenta de que existo y me sorprendo, y esos hechos, de aparente simpleza me hacen lanzar una oración de agradecimiento al universo, porque son un despertar constante. Y es que tantos dejan tan fácilmente de ver lo extraordinario en lo cotidiano, dan todo por sentado e idealizan cosas que no son tan importantes… y no, no quiero que me ocurra a mí también, no deseo automatizarme, y no, no me gustan los uniformes, porque de vez en cuando es bueno rebelarse y descubrir por uno mismo otros caminos, y no los que pretenden trazarnos.
Y trato de recordar lo que no sé, o lo que tal vez ni siquiera ocurrió, la inexorable sensación de que yo existía desde antes de nacer, y que lo mismo ocurre con todos, esa idea, esa idea del círculo, de la eternidad… del ser, desde siempre. Y si no fuera así, me cuestiono, ¿por qué es que todos de alguna manera olvidamos que moriremos?, o, para decirlo con exactitud, ¿por qué todo el mundo parece vivir como si estuviera seguro de existir para siempre?
Observar, me gusta observar a la gente en las calles, en los parques, en todas partes, yendo y viniendo, viviendo sus vidas como si fuera muy sencillo para ellos, como si no se cuestionaran nada, porque ya tienen su respuesta a todo o como si no se plantearan nada sencillamente porque ni siquiera se les ha ocurrido... y las observo y parecen tan despreocupadas y me digo, ¿es que nadie se pregunta nada? O será que no les interesa plantearse nada… y entonces me decepciono, porque me parecen autómatas dentro de una sociedad que ya les dictó desde hace mucho qué pensar, sentir, y decidir y frente a lo cual no hay alternativas y por lo tanto su existencia está solucionada… por otros, ¡eso es lo que me parece más trágico y más absurdo! Ni siquiera se equivocan por sí mismos.
¿O es que ya todos tienen sus propias respuestas y yo aún no doy con las mías?, ¿es que la respuesta debe ser la misma para todos? O, soy quizás demasiado curiosa y me pregunto lo que no debo preguntar.
Sí, definitivamente este me resulta un gran inconveniente; soy demasiado preguntona y me cuestiono todo, el origen de nuestra existencia, los porqués y los cómos. Desde niña fui así, hasta el punto de fastidiar a los que me rodeaban casi acosándolos, y lo sigo haciendo con mayor intensidad, aturdo a mis más allegados con preguntas para las que casi nunca tienen respuestas, y cuando no las tienen les digo: “¿y siquiera lo habías pensado?, pues hasta ahora que lo dices, nunca lo había pensado”, responden, y más me sorprenden… algo tan humano, sólo saber su opinión, lo que ellos piensan y conocen, lo que opinan o harían en tal o cual situación y ¿cómo y por qué opinan de esa y no de otra forma?, “es que así me lo inculcaron”. ¿Inculcaron?, ¿me quieren decir con esa respuesta que les colocaron un chip preprogramado y funcionan con piloto automático? Que los valores y todo lo bueno sean infundidos está muy bien, pero, ¿decirnos también cómo ser, cómo actuar o reaccionar en todo momento, también es correcto? ¿Y qué hay del libre albedrío? Es que tal vez yo también me equivoque, pero no creo que estemos hechos en serie y ni siquiera me gusta esa idea.
“Niña, tu serás investigadora o periodista, quieres saberlo todo, escucharlo todo, indagar, leer, buscar, investigar, estudiar… te obsesionas por días y semanas enteras con ideas y sensaciones y no te detienes hasta que no obtienes repuestas contundentes”, me decían, y sigo así o peor… porque si consigo pequeñas repuestas a mis enigmas sobre la vida y su transcurso; sobre Dios y la muerte; sobre el bien y el mal; sobre el ser… sigo hurgando, busque que busque, husmeando incluso más allá, investigando, leyendo, yendo hacia esos lugares, no importa cuán remotos, no importa cuánto tiempo o esfuerzo, pero necesito respuestas, todas las respuestas posibles, no me gusta quedarme con ninguna duda respecto a lo que considero relevante, y lo que queda en blanco, lo lleno con imaginación, aunque tampoco baste.
Así intento llegar al trasfondo de las cosas y al tocar algunas, a veces termino cansada y decepcionada de esas respuestas sin preguntas, de esas preguntas con repuestas tan simples… ¿para qué esforzarse tanto? ¿Para qué requiero siempre de tanta información en ciertos temas? Tal vez para desarrollarlos, tal vez para reinventarlos algún día, tal vez porque me llegarán a servir, o quizás, simplemente para conciliar el sueño mientras le doy vueltas y más vueltas a asuntos, a temas que no me atañen a mí sola sino a la humanidad entera, quizás así me escapo de mí misma, de esta manera no tengo la necesidad de cuestionarme de manera individual lo que pensé, lo que sentí, o lo que hice o dejé de hacer.
Y así deviene en fuga y obsesión y siento que debo agotarle todas las posibilidades, verla desde todos los ángulos, conocerla a fondo… la vida, los temas de LA VIDA, así, con mayúsculas, los temas del Ser Humano. El preguntarme por qué estamos aquí y hacia dónde nos dirigimos. Cuántas generaciones nos antecedieron se convierte en un cálculo interminable de siglos y milenios, de parejas y lazos que cada vez se ensancha más hasta llegar a ser cuestión para un matemático genial, y entonces me sorprendo y pienso en tanto esfuerzo de todas esas generaciones, tanto trabajo, estudio, sacrificio, ir de un sitio lejano a otro, de un país a otro, de un continente a otro buscando mejores oportunidades para criar a sus hijos, que a su vez criarían a sus propios hijos y así sucesivamente hasta llegar a mí, tanto esfuerzo invertido en mí, tanto para lograr un solo ser y deberá ser para algo, debo de hacer algo que haga valer la pena todo ese ancestral sacrificio… y me canso de pensarlo y busco y no encuentro…y llego sin llegar, porque el punto de llegada se convierte de inmediato en un nuevo punto de partida.
Por eso, entre otras muchas cosas, es que me gustan, que me atraen las piedras, porque han sido parte de la humanidad desde siempre y me dan respuestas certeras ¿quién las pisó o miró?, ¿qué manos antiguas las tocaron?, ¿de qué casas, grutas, templos, caminos o lagos formaron parte? Tal vez alguna de ellas permaneció por siglos en las profundidades de un océano y observó naufragios de embarcaciones enteras. Esta otra, quizás se ocultó en el fondo de un río y pudo observar a las campesinas lavar sus ropas. Es posible que aquella presenciara épicas batallas. Alguna pudo ser parte de la roca que sostuvo la cabeza de un guerrero moribundo o que perteneciera al lecho de una campesina enferma.
Poseo a la que permaneció inerte durante siglos dentro de las entrañas de un volcán para ser expulsada en forma de lava y sepultar a la antigua ciudad de Pompeya. La que encontré justo a los pies de los vestigios de un templo de Vesta y fue parte de éste, y que sin duda observó ceremonias únicas con las hermosas vestales. La que vio caer la vacía cabecita de María Antonieta en el canasto y que posiblemente sea la misma que Hitler pisó durante su recorrido por la Plaza de la Concordia durante la Ocupación Nazi. La que formó parte de un suntuoso palacio inglés y vio nacer y morir a todo un linaje de nobles como los Howard. La piedrita toledana, ésa que atrapó la lágrima que un judío dejó caer al ir rumbo a su destierro de España. La que contempló oraciones, intrigas, ires y venires de prelados, obispos y papas en Castel Sant´ Angello. La que vio llegar temerosa a Juana la loca a Flandes para sus esponsales con Felipe el Hermoso. La que tuvo el honor de que la rozara el féretro de Honorato de Balzac, en el cementerio de Pére-la-Chaise. La que perteneció a la Alhambra y presenció las batallas entre moros y cristianos. La que en el Partenón escuchó las cavilaciones de Platón y Sócrates acerca de la condición humana. Y aquella, la que ayudó a ocultar antiguos códices en las cercanías del mar muerto.
La que sintió rechinar sobre sí la espada de Hernán Cortés en la Antigua Veracruz. Puede que también tenga la piedra que ayudó a un maya a defenderse golpeando en la cabeza a uno de aquellos conquistadores. Y esta otra, que seguramente fue pisada con firmeza por el general Porfirio Díaz, en Paseo de la Reforma, justo cuando bajaba del carruaje para dirigirse a la ceremonia de su último 15 de septiembre en México. La que estoica soportó sobre sí la batalla entre mexicanos y franceses en las inmediaciones de los fuertes de Loreto y Guadalupe. Y ésta, la que lloró de rabia e impotencia cuando perdió su nacionalidad mexicana al quedarse en Texas tan solita y en calidad de “americana”.
Y tengo otra, que formó parte del cuerpo de uno de los maravillosos gigantes de Tula. La que recibió los sacrificios de las doncellas en el fondo de un Cenote Maya. La que fue colocada en la escalinata de la pirámide del Sol por las manos de una cultura inteligente y misteriosa. La que tocó con dificultad la punta del bastón de Frida Kahlo para cruzar hacia su casa en Coyoacán. Aquella piedrecilla humilde que conoció bien el paso del espléndido carruaje de la emperatriz Carlota en el castillo de Chapultepec. La que tomó entre sus emocionadas manos el Marqués de la Villa del Villar del Águila, para engarzarla en su amado acueducto de Querétaro. O la que angustiada, absorbió la sangre del corazón de Maximiliano de Habsburgo, cuando éste cayó fusilado en el cerro de las Campanas. Y tantas más, no sólo de personajes célebres y sitios históricos, todas son históricas porque estoy convencida de que hasta el último rincón del universo es histórico y toda persona igual de trascendente. Y así, estas piedritas a diario me cuentan una historia distinta y conmovedora… son como los libros, son como las pláticas profundas, son como los árboles genealógicos, son como los museos; así me hacen despertar y vibrar con ellas.
Todos estos años, centurias, milenios, estas piedras han sido testigos de aconteceres que nos pertenecen a todos, y sin embargo, estuvieron por los suelos sin que nadie se dignase siquiera mirarlas… Yo las guardo como souvenirs, como otra forma de retener la memoria de la humanidad; mi memoria. Son para fantasear, para sentirlas pervivir en un tiempo sin tiempo, dentro de mi propio tiempo. Sí, lo confieso, recojo piedras de los caminos.
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