Uno. (El microship)
Cuando doña Petronila traspuso el umbral del enorme y antiguo edificio de cemento ubicado en la intersección de las esquinas de Huérfanos y Almirante Barroso en la capital, todos en el lugar corrieron espantados a esconderse tras sus escritorios. Nadie en la Comisión Chilena de Derechos Humanos quería mamarse de nuevo la lata de tener que oír sus ‘peladas de cable’. Nadie excepto los alumnos en práctica recién llegados. Por eso el secretario general no tardó en derivar su caso a uno de ellos, al más nuevo. Nadie podía irse del lugar sin ser atendido o al menos escuchado en su denuncia, de lo contrario se corría el riesgo de ser requerido a través de los diarios.
Aquella vez sería el turno de Iván, un joven estudiante de derecho. Entre las sonrisitas solapadas y burlonas del resto el joven muchacho hizo pasar a la veterana señora hasta un pequeño escritorio. Su tarea era la de recibir y tomar nota de las denuncias que pudieren formular los solicitantes derivadas de abusos, torturas o malos tratos de los agentes del Estado y así lo hizo con doña Petronila.
Al comenzar el cuestionario que comprendía la identificación pormenorizada del o la denunciante y una relación circunstanciada de los hechos que debían fundamentar cada denuncia; la cara del joven estudiante en práctica progresivamente se fue llenando de asombro. La señora denunciaba haber sido víctima de un secuestro por los órganos represores de la dictadura. Le relató la supuesta secuencia de los hechos, desde que la habrían tomado en la esquina de su casa, pasando por los tratos vejatorios, inhumanos y degradantes de los cuales habría sido objeto, hasta la supuesta intervención quirúrgica a la que supuestamente la sometieron en el cuartel de calle General Mackenna para introducir en su cabeza un microship que posibilitaba a sus captores el monitoreo constante de cada uno de sus pasos. Y esto último era lo que siempre provocaba la risa burlona de los demás que en más de una oportunidad tuvieron que escuchar la misma historia; y él mismo no sería la excepción. Escuchar a ‘la loca Petro’, era un ritual de iniciación de todos los alumnos nuevos que llegaban.
Iván enloquecería con el transcurso de los días cuando incrédulo y asombrado le tocó tomar la denuncia de don Camilo, un viejo dirigente del partido comunista que relató la misma secuencia de hechos puestos en antecedentes por la señora loca (con ship incluido); lo mismo que le sucedió con el paso del tiempo al tener que atender a doña Lucía, don Pancrasio; don Alberto; Juan, Manuel; Armando; Vicente; Leonora; doña Ester; Domitila; Javier; Saturnino; Ricardo Esteban….la situación dejaría de ser una anécdota y pasaría a transformarse en un rollo atávico.
Dos (Todos de guata al piso)
El agua turbia se metió en mi oreja; eran casi las dos de la tarde cuando los milicos nos cambiaron a todos de patio, estábamos tendidos de guata sobre el frío asfalto. Nadie de la universidad se salvó, ni las alumnas ni los auxiliares de mayor edad. Al lado mío tuve todo el tiempo a la colega Isidora Gutiérrez y al otro lado al director de la escuela de artes, el colega Jara, ‘el compañero Jara’, como se hacía llamar por todos, y al que más patadas le llegaron por comunista, según los propios militares. Yo mismo me tuve que comer un puntapié de un soldado maricón de la misma edad de mi cabro más chico; el infeliz de mierda me clavó el fusil en el pecho, quedé sin aire. Nadie pudo socorrerme, un alumno de mi clase que lo intentó recibió un montón de patadas y escupos de los pelados rasos. Entre suboficiales la cosa era peor, más sádica, para que se forme usted una idea. Les encantaba desnudar a la gente para luego meterla entre dos filas de conscriptos como en un callejón oscuro de patadas; combos e insultos. Cuando los desdichados quedaban deshechos en el otro extremo del pasillo, los manguereaban con agua fría.
Lo poco que vi por mi desmedrada posición me sirvió para formarme más o menos una idea de las dimensiones del asunto. Los militares andaban como perros rabiosos aquella mañana del golpe. Parecía que la condición de izquierdista era una condena de muerte, yo menos mal hacía poco que me había cortado el pelo, porque supiera usted como le daban a los pelucones y a los barbudos. Estoy seguro que cuando los golpistas caminaron por las espalda de los alumnos y docentes, el colega Jara lloró de impotencia ¿o de miedo?, vaya a saber uno. La cuestión es que parecía un animalito boca abajo, todo magullado y mojado por el agua de los charcos que dejó la lluvia, cada pelado que lo identificaba, no tardaba en desenvainarse el pene para orinarlo. Ni hablar de cómo trataron a las colegas y a las alumnas de la carrera de pedagogía, algunas fueron vejadas ante nuestros ojos por los inescrupulosos.
Lo mío duró poco eso sí; pronto llegó mi hermano Jaime al lugar. Allí me dio unas chauchas y sin más me mandó de vuelta para la casa en un camión de los mismos milicos, una verdadera paradoja. Los mismos que me dieron de patadas momentos antes luego me ofrecieron cigarrillos y me dejaron escuchar el festival de chistes que llevaban en la parte trasera de la máquina de campaña. En el aire los aviones no cesaban de sobrevolar Santiago
Al Víctor Jara lo mataron en el estadio Chile, dicen que los milicos lo reventaron a metrallazos y que antes de eso le sacaron las uñas y lo obligaron a tocar su guitarra, y tan bonito que cantaba el condenado.
Tres. (El retiro de televisores)
Estaba sentado sobre el sillón atento a las noticias cuando recibió el mensaje prometido. Hacía dos años que Pinochet había hecho entrega de la banda presidencial al demócrata cristiano que le hizo la vida imposible durante los últimos años y al que no pudo matar pese a sus reiterados intentos. Varios oficiales de la logia lautarista como él andaban ansiosos, muy preocupados por los recientes requerimientos de la justicia. Pese a los intentos de algunos senadores de la alianza por hacer valer la ley de amnistía, los tribunales se habían empecinado en investigar las detenciones y desaparecimiento de muchos durante el régimen militar y luego amnistiar. Ya muchos de ellos habían tenido que desfilar por el despacho del juez en la corte de Apelaciones ante el asedio permanente de las cámaras y el acoso de los periodistas. Era extraño para él y sus camaradas de armas aquello de verse sometido a semejantes vejámenes, más aun considerando que gracias a ellos el país era lo que era en aquel momento; eran ellos los verdaderos salvadores de la patria.
Por eso sintió un alivio al constatar que tras el noticiero en la pantalla del televisor apareció un mensaje en idioma críptico que constituía la señal para acuartelarse en el regimiento de Buin. El llamado era formulado al alto mando con el propósito de proceder a la exhumación secreta y traslado de los cuerpos de muchos de los comunistas cuyos familiares por décadas no dejaron de revolver el gallinero mediante querellas y denuncias en cada sitio donde se plantaban. El mensaje televisado que el oficial en retiro alcanzó a ver en la pantalla de su televisor era con el objetivo de hacer desaparecer definitivamente los huesos mediante la incineración de los mismos.
Por apenas cinco segundos sobre la pantalla del monitor ubicado a un costado de la salamandra encendida se dejó ver el siguiente mensaje: mañana tarde 00:00 horas PGM retiro de televisores. Un suspiro de alivio se dejó sentir en la habitación mientras los nietos hacían barullo en el patio.
Cuatro (La polla)
Estaba cansado de tener que perder y pagar cada apuesta que hacía en el regimiento. Tanto paseo en helicóptero lo tenía con la presión por las nubes. Las burlas de sus camaradas no cesaban cada vez que no le achuntaba a la boca del volcán. Antes de eso el trabajo fue más tenso, más frío también y se circunscribía a un corte en el estómago de los detenidos antes de lanzarlos al centro del océano pacífico. El corte era hecho con los corvos y era para que el agua del mar contribuyera a hundir los cuerpos, no era nada de grato tener que quedarse después a baldear la sangre de la nave.
Últimamente los paseos –como solían llamar los oficiales al desaparecimiento de los detenidos- se hacían para la cordillera. Allí junto a sus compañeros lanzaban los cuerpos aun con vida de los infelices a los volcanes ubicados cerca de la frontera con Argentina. En esas ocasiones y con el propósito de hacer entretenida la faena, apostaban los cajones llenos de pilsen que se le adjudicaban al afortunado que alcanzaba a achuntarle más veces al centro del cráter, desde una distancia pareja para todos los participantes que no superaba los mil quinientos metros de altura. Algunos tripulantes apostaban también por su suboficial favorito y por cada peso que ponían ganaban dos.
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